¡MALDITO ROEDOR!
No lo encontraron dieciséis becarios
dando vueltas por el laboratorio,
ni el viejo catedrático tenorio,
ni su alumna de gestos refractarios.
No lo encontré guardando en los armarios
las muestras que mandaba el sanatorio,
ni en los tubos de isótopos de torio,
ni en las placas de páncreas embrionarios.
Se debió de esconder un cuarto de hora
en un negro rincón de la impresora;
y en la página tres del documento
que esa mañana a un journal remití,
fue a caligrafiar con su excremento
la firma que halló el puto referee.
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