30 de mayo de 2008

EL MERCADO DE LAS IDEAS (4)

[Aviso para navegantes: esto es droga dura, no apto para grumetes de tres al cuarto. Si a alguien le parece demasiado complicado, le recuerdo que en este barco nadie tiene ninguna obligación de leerse lo que escribo, y harán muy bien, aunque se perderán una bonita refutación del relativismo]
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UN ANÁLISIS ECONÓMICO DE LA CONSTRUCCIÓN DE LOS HECHOS CIENTÍFICOS.

En este último apartado de la serie sobre el mercado de las ideas describiré con algo más de detalle un sencillo modelo económico que puede aplicarse a otro de los procesos fundamentales de la ciencia: la decisión acerca de cómo interpretar los resultados de un experimento u observación; un análisis más elaborado se ofrece en el artículo “Rhetoric, induction, and the free speach dilema” (Zamora Bonilla (2006)). Este es un caso en el que podemos ver muy claramente la pertinencia del análisis económico en relación con problemas epistemológicos. En el fondo, de lo que se trata es del viejo problema de la “construcción social de los hechos científicos”. Uno de los pilares de los enfoques constructivistas (p.ej., Latour y Woolgar (1977), Latour (1986), Hacking (1999)) es la tesis de que la ciencia no “descubre” hechos y leyes que tuvieran una existencia previa e independiente de nuestra actividad de investigación, sino que los “construye” (lo que está peligrosamente muy cerca de significar que “se los inventa”, de modo que no habría diferencias ontológicas o epistemológicas fundamentales entre la investigación científica y la ficción literaria, por ejemplo). Como “base empírica” para sostener esta afirmación, los constructivistas presentan el hecho de que la interpretación de un experimento o de una observación siempre está abierta: diferentes investigadores interpretan los resultados de maneras distintas (en función de sus sesgos y de sus intereses), y la interpretación que finalmente acaba adoptando consensualmente la comunidad científica (si es que se llega a adoptar una) es el resultado de una negociación en la que las diferencias de opinión y de interés son un factor tan fundamental como ineliminable. Lo que voy a mostrar en este apartado es que, desde la perspectiva de un análisis económico (o sea, basado en la teoría de la elección racional y de los juegos), podemos concluir dos cosas: que esto es efectivamente así, y que no puede derivarse a partir de ahí la conclusión de que la interpretación adoptada por la comunidad científica tenga un valor epistémico reducido.

Naturalmente, como en todo análisis económico, tenemos que comenzar por la construcción de un modelo muy simplificado, pero que espero que capturará los aspectos esenciales del proceso de “construcción” de un hecho científico. Para empezar, si es cierto que los experimentos pueden interpretarse de muchas maneras, esto no implica que cualquier experimento pueda ser interpretado de cualquier manera. El conjunto de interpretaciones factibles, es decir, que de hecho sea capaz de proponer un científico para el experimento que ha hecho (nos centraremos en el caso de la realización de un experimento, peo el argumento es igual de válido para cualquier otro modo de obtener evidencias de algún hecho), este conjunto será limitado. Tal vez el límite sea la propia imaginación, pero ésta es de hecho limitada; si reducimos el significado de “factible” a “mínimamente razonable”, el conjunto se limitará todavía más.

En segundo lugar, el que haya muchas interpretaciones posibles no puede identificarse en ningún modo con la tesis de que todas las interpretaciones tienen el mismo valor. Habrá interpretaciones “mejores” y “peores”. Las manos del principio se han vuelto a levantar y ya están preguntando, “¿mejores y peores para qué, o para quién?”. Pues, obviamente, para cualquiera cuya opinión nos interese tener en cuenta en nuestro análisis. Por ejemplo, si el experimento ha sido realizado por un equipo, los diferentes miembros pueden tener distintas preferencias sobre cuál interpretación se debería adoptar. Aquí voy a centrarme en un caso algo más simple: supongamos un único autor del experimento y del artículo en el que va a dar cuenta de él (formulando su propia interpretación), y un único lector que representa la “audiencia” de ese artículo, y que tomaremos como un representante de la comunidad científica a la que pertenece el autor. La gracia del constructivismo está, naturalmente, en que el autor y el lector no coincidirán en sus ideas acerca de cuál es la mejor interpretación posible. Pero esto no nos debe cegar ante el hecho de que cada interpretación tiene un determinado valor (más pequeño o más grande) para cada uno de los agentes. Muchos filósofos cegados por el vicio del relativismo ven en la tesis de que cada interpretación puede ser valorada de manera distinta por cada individuo la conclusión (errónea) de que las interpretaciones son en sí mismas igual de buenas o de malas. Analizar la situación mediante la teoría económica nos muestra que, en realidad, importa un comino cómo de buenas sean esas interpretaciones “en sí mismas”, porque “bueno” siempre significa “bueno para alguien”: ¿a quién le puede importar cómo de bueno es un bocadillo de jamón en sí mismo?; lo único que tiene importancia para mí es cómo de bueno es para mí el que me lo coma yo (o cómo de bueno es para mi concepción moral de la vida, el que se lo dé a un pobre). Hay en economía un principio normativo básico que es el de que de gustibus non est disputandum: el economista no debe hacer una valoración “desde el punto de vista de Dios” de la situación económica o social, sino que debe valorarla desde el punto de vista de los valores de quienes le han encargado el análisis, y éstos tienen derecho a tener los valores que les parezca. Pues bien, en el caso que nos ocupa, todo nuestro análisis se basará en las preferencias de los personajillos que hemos llamado “el autor” y “el lector”.

Así que, ¿qué interpretación preferirá cada uno de estos agentes? Para que una interpretación sea mejor que otra, es necesario que sea mejor en algo, y por ello debemos hacer algún supuesto acerca de qué propiedades pueden tener las diversas interpretaciones, propiedades en cuya posesión en mayor o menor grado puedan ser distinguidas. De nuevo para simplificar, asumiré que cada interpretación o hipótesis (que llamaré H) se caracteriza por dos cualidades: lo “innovadora” que sería –caso de ser aceptada–, y lo “bien confirmada” que esté. Lo primero, a su vez, lo podemos representar como una medida de lo improbable que resulte a priori ese hecho (es decir, teniendo en cuenta el conocimiento previamente aceptado). Lo segundo, consiste en la fuerza con la que los resultados experimentales obtenidos por el autor apoyan la aceptabilidad de esa interpretación en particular. Llamaré a lo primero con la variable I (innovación) y a lo segundo con la C (confirmación). Me centraré en el análisis de estas dos variables, no porque suponga que no haya otras cualidades que pueden afectar al valor de cada H para un científico, sino porque tomaré esos otros valores como fijos, mostrando cómo la sola consideración de aquellos dos factores epistémicos ya nos permite observar el “proceso de construcción” del conocimiento científico.

La cuestión es que el autor ha obtenido ciertos resultados, ha sido capaz de vislumbrar varias interpretaciones interesantes, y está eligiendo una interpretación para presentarla como el “hecho” que su investigación ha descubierto. Ese conjunto de interpretaciones está representado en la figura 1 como la nube de pequeñas haches (cada una es una hipótesis). [Recomiendo que descarguéis la imagen y la ampliéis en otra ventana, para poder ir mirándola a la vez que el texto]. Insisto en que lo que se ha llamdo la “construcción del hecho científico” consiste en la elección de alguna de estas hipótesis, y lo que el análisis económico nos permite preguntarnos es: ¿de qué dependerá que la comunidad científica –en nuestro caso, el autor y el lector– elija precisamente una de estas hipótesis, en vez de cualquier otra?, y ¿cómo de buena será para ellos la elección que finalmente hagan? Pasemos a ver la situación desde el punto de vista nuestros dos protagonistas: como hemos dicho, la tesis de que “hay varias interpretaciones posibles” (como la llamada “tesis de Duhem”, según la cual que hay siempre muchas teorías compatibles con los datos), no debe confundirse con la idea de que “todas esas interpretaciones posibles son igual de buenas”. Lo que queremos ahora, precisamente, es ver cuál es la interpretación mejor para el autor y para el lector. Un punto importante a destacar tiene que ver con la frontera del conjunto de interpretaciones posibles (la línea gruesa que las rodea): es razonable suponer que esa frontera es decreciente y convexa por el lado superior derecho del gráfico, lo que quiere decir, simplemente, que encontrar interpretaciones mejor confirmadas es cada vez más difícil. Es decir, el autor se enfrenta ante un dilema (de ahí la pertinencia de la teoría de la elección): si está pensando en una hipótesis que se halla justo sobre la frontera del conjunto, entonces sólo podrá encontrar una hipótesis que sea mejor en una las cualidades (innovación o confirmación) a costa de que esa otra hipótesis sea peor en términos de la otra cualidad (eso es lo que quiere decir que la frontera sea descendente); y además, a medida que va renunciado al grado de innovación para encontrar hipótesis mejor confirmadas, tiene que renunciar a más innovación para un aumento igual de confirmación (y viceversa), o sea, mejorar en cualquier cualidad es cada vez más difícil (eso es lo que significa que la frontera sea convexa).

El autor desea que el lector acepte la interpretación finalmente elegida, así que él mismo tiene que considerar las preferencias del lector; reflexionemos sobre ellas nosotros también, por tanto. Es obvio que el lector desea aceptar una hipótesis que sea lo más innovadora y lo mejor confirmada posible (sobre lo primero tal vez haya algunas dudas, pero no lo pongamos en cuestión en este modelo tan simplito; más adelante se podrá modificar el análisis si hace falta). A él le gustaría que la hipótesis que va a “comprarse” tuviera el grado de calidad de K, en la figura 2, pero el “vendedor”, digo el autor, no tiene una hipótesis así de buena, bonita y barata en su almacén, qué le vamos a hacer. Si el lector quiere alguna hipótesis, tiene que ser de las del conjunto. Para determinar cuál de estas es “la mejor”, debemos tener en cuenta lo que los economistas llaman “curvas de indiferencia”: las líneas que representan aquellos puntos del diagrama que al autor le parecen igual de valiosos entre sí. Estas líneas deben ser decrecientes y cóncavas: lo primero, porque para que una hipótesis h le parezca igual de buena que otra h’, cada una de ellas debe ser peor que la otra en alguna de las dos cualidades (si h fuera mejor que h’ en ambas cosas, entonces no le darían igual); y lo segundo, porque para renunciar a una misma cantidad de una de las cualidades, exige en compensación cada vez mayores cantidades de la otra. Naturalmente, entre dos curvas de indiferencia, el autor preferirá los puntos de aquella que está más alejada del origen del gráfico, a los puntos de la que está más próxima.

Teniendo esto en cuenta, hay dos curvas de especial importancia, representadas también en la figura 2. La curva de indiferencia R indica la “utilidad de reserva” del lector: si se le ofrece una hipótesis peor que las que caen encima de, o sobre esa curva, simplemente preferirá no aceptarla. Así que el autor tiene una cosa clara: debe ofrecer alguna hipótesis que esté por encima de, o sobre R. Por su parte, la curva de indiferencia M toca a la frontera del conjunto de hipótesis en un único punto, lo que quiere decir que ese punto (h*) representa la mejor hipótesis posible para el lector: cualquier otra hipótesis que pueda presentar el autor es peor desde el punto de vista del lector que h*. La pregunta es, ¿“ofrecerá” el autor esa hipótesis al lector –quien, en principio, ignora qué otras hipótesis contiene el conjunto H además de la que el autor publica? Esto depende de las preferencias del autor, las cuales pasamos a considerar a continuación. Un supuesto razonable es que el autor desea, por encima de todo, que su hipótesis sea aceptada, y que se considere una hipótesis lo más “importante” posible. No le importa, tal vez, que su hipótesis tenga un grado de confirmación mayor o menor, con tal de que sus colegas la acepten. Por tanto, si interpretamos que una hipótesis es tanto más “importante” cuanto más “innovadora” sea, entonces la elección para el autor está claro: él propondrá la hipótesis h’, pues ninguna otra de entre las que él puede proponer (y que serían aceptadas) le garantiza tanta “importancia”. Pero, desde el punto de vista del lector, h’ es una hipótesis bastante mala; de hecho, no sólo es mala, es que dentro de las hipótesis que estaría dispuesto a aceptar, ¡h’ es lo peor posible para él! (o sea, tan mala como cualquier otra hipótesis que esté en R, pero peor que cualquier hipótesis que esté por encima de R).

Este es el conflicto fundamental entre el autor y el lector, entre el investigador científico y sus colegas: al valorar los resultados de cada científico por su “importancia”, lo que se consigue es que los autores tiendan a proponer interpretaciones demasiado innovadoras y demasiado poco confirmadas, no desde el punto de vista de un filósofo-epistemólogo-observador-imparcial, ¡sino desde el punto de vista de los propios miembros de la comunidad científica!

Como conclusión de este argumento, podemos lanzar la hipótesis de que, al ser conscientes de este problema, los científicos inventarán (o habrán inventado) mecanismos institucionales para impedir que surja, o para mitigar sus consecuencias negativas. Por ejemplo, pueden insistir en que el proceso de interpretación de los datos sea lo más transparente posible, haciendo de este modo que el autor pueda hacerse una idea de la forma y el tamaño de H, por así decir, o sea, que su conocimiento de las interpretaciones factibles no dependa sólo de qué interpretación sea la que da el autor; un mecanismo que fomenta esta transparencia es, por supuesto, la competencia, la discusión por pares y el fomento de la replicación (que no debe ser “exacta”, desde luego: sólo lo suficientemente aproximada para iluminar un poco el territorio de H). Otro mecanismo es instituir un tipo de reconocimiento científico que valore no sólo la “innovación” de las ideas presentadas, sino la maestría técnica en desarrollar o aplicar procedimientos de contrastación lo más seguros posible (es decir, valorar a los “buenos experimentadores” y no sólo a los “buenos teóricos”), lo que contribuye a desplazar el conjunto H hacia la derecha de la figura. Finalmente, estarán aquellos mecanismos que permitan a la comunidad tener una “utilidad de reserva” mayor (desplazar la curva R hacia arriba), es decir, aquellas formas mediante las cuales los científicos puedan obtener, sin necesidad de aceptar ninguna hipótesis de las de H, aquello para lo que querían esa hipótesis (o algo que sirva más o menos igual): p.ej., si la hipótesis en cuestión (o sea, la solución del problema a la que el experimento orginal daba respuesta) se necesitaba como un argumento a favor o en contra de una cierta teoría, o como una forma de medir una determinada constante natural, entonces, si los científicos disponen de otras formas de contrastar la teoría o de medir el alor de la constante, no será tan importante para ellos considrar qué pasa con las hipótesis ofrecidas por el autor. En este caso, la curva R se desplaza un poco hacia arriba, forzando al autor a proponer alguna hipótesis más cercana a h*.

En conclusión, el análisis de la ciencia considerando a los investigadores como “vendedores” y como “compradores”, nos permite ver que construir un hecho científico es un proceso en el que intervienen las preferencias y los intereses de los agentes involucrados, pero esto no significa que los hechos científicos no son objetivos. En primer lugar, la “realidad” constriñe las interpretaciones que podemos hacer: sólo están disponibles las del conjunto H. ¡Ya quisieran los científicos poder tener por arte de magia una hipótesis como K para cada problema que se plantean! En segundo lugar, hay interpretaciones mejores y peores: lo que debemos mostrar es cómo de buenas son las interpretaciones dadas desde el punto de vista que nos interese, y cómo hacer para que la ciencia produzca interpretaciones que sean lo mejor posible desde ese punto de vista.

2 comentarios:

  1. Si no comprendo mal, lo que estás proponiendo es lo siguiente.
    I es la variable innovación.
    C es la variable confirmación.
    R(I,C)=k es el conjunto de curvas de indiferencia en función del valor de k.

    Condición 1, impuesta por las soluciones posibles que tiene el autor:
    Para todo I,C / (I,C) pertenece a H, donde H es el conjunto de soluciones posibles.

    Condición 2, impuesta por el lector:
    k es mayor o igual que r, donde r es el parámetro de la curva de indiferencia mínimo aceptable.

    Lo que busca el autor es:
    máx(I), encontrar el par (I,C) que maximice el valor de I
    Lo que busca el lector es:
    máx(k), encontrar el par (I,C) que maximice el valor de k.

    Lo que yo no entiendo es la curva de indiferencia. No veo la ventaja de cambiar I por C, ya que no considero que más C aporte más beneficios, mientras que más I si los aporta. Lo que si veo necesario es una C mínima, que nos dé una solución factible de “vender”. Esto simplificaría el cálculo ya que el lector no buscaría maximizar algo diferente que el autor, quedando así:

    Para todo I,C / (I,C) pertenezca a H, igual que antes

    C > c, condición impuesta por el lector donde c es la confirmación mínima admisible.

    Máx(I), el lector y el autor buscan encontrar el par (I,C) que maximice el valor de I.

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  2. Íñigo:

    muchísimas gracias por tu comentario; has definido muy bien el problema. Lo que apuntas como solución puede funcionar bien, pero creo que es una cuestión empírica, es decir: ¿los científicos -lectores- prefieren DE HECHO una hipótesis más interesante, aunque esté un poquito peor confirmada, o dado un cierto grado de confirmación aceptan la hipótesis y ya está? Mi "olfato" me dice que, aunque sí es verdad que los lectores pueden tener una RESTRICCIÓN adicional (C > Cm; o sea, sólo aceptar hipótesis que superen el nivel de confirmación Cm), posteriormente, entre aquellas que cumplan esta otra restricción, sí que puede tener un cierto peso, a la hora de decidir si la hipótesis se acepta o no, cómo de bien confirmada esté.

    Puesto que esto es una afirmación empírica, estaría bien imaginar alguna forma de contrastarlo empíricamente... SE ADMITEN IDEAS.

    Por otro lado, el AUTOR también puede tener una cierta preferencia por un grado de confirmación mayor... Se me ocurre que el grado de confirmación estará correlacionado negativamente con la probabilidad de que la hipótesis sea refutada en el futuro, lo cual puede llevarle al autor a proponer teorías algo menos innovadoras, pero que él (o ella) confíe en que pueda superar más pruebas, intentos de replicación, aplicaciones, etc.

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