El capítulo tercero es, sin duda alguna, el que se pretende más polémico, tanto, que uno llega a estar convencido de que el propio Guzmán no se cree la mayor parte de las cosas que en esas páginas afirma, y que sólo lo hace para despertar la irritación de los lectores sensatos y la admiración de los que, para su desgracia y para la nuestra, son más aficionados a las afirmaciones espectaculares que al sano raciocinio. La tesis principal del capítulo es la de que todos los conceptos morales carecen de sentido, pues se basan en una presuposición que (por supuesto, según el autor) sería radicalmente falsa: la de que somos capaces de tomar decisiones libremente. El viejo Kant había usado este razonamiento justo al revés para postular nuestra libertad: si nuestros actos estuvieran totalmente determinados, entonces no podríamos tener el deber de elegir ciertas cosas (respetar a nuestros semejantes, por ejemplo) en lugar de otras; es así que tenemos ciertos deberes morales; ergo no puede ser verdad que nuestros actos estén totalmente determinados. Por ejemplo, si yo tengo la obligación (sentida por mí mismo, no impuesta por las órdenes de alguien que casualmente es más poderoso que yo) de ayudar a mi vecino cuando está en una grave situación, entonces tiene que ser posible tanto que decida ayudarle como que decida no hacerlo; porque si ya estuviese determinado de antemano por las fuerzas del cosmos (ya sean las de la predestinación, ya sean las de la física, la química o la biología) que no voy a ayudarle, entonces no tendré la “culpa” de no haberlo hecho, es decir, no podré haber tenido la obligación de hacerlo; y de la misma forma, si ya estaba determinado por esas mismas fuerzas que lo iba a ayudar, entonces no habrá mérito alguno en que lo haga. Así pues, si existen el deber, el derecho, la obligación, el mérito, el bien y el mal, entonces debe existir también el poder de cumplir o incumplir tales cosas, esto es, la libertad. Guzmán invierte el argumento y afirma que, puesto que nuestros actos están efectivamente determinados por las reacciones electroquímicas que tienen lugar en nuestro cerebro, entonces no podemos tener deberes, ni derechos, ni hay crímenes, ni cosas dignas de aprobación o de repulsa. Guzmán no llega tan lejos como para negar que nos parezca que existen todas estas cosas (como parte de la ilusión en la que nuestro propio yo consistía, recordemos), y dedica varias páginas, de las más puramente especulativas de la obra (él, que tanto admira la capacidad de demostrar las cosas “científicamente”) a intentar convencernos (mediante argumentos que sólo el léxico tienen de científicos) de por qué es inevitable dicha ilusión.
Su tesis es, básicamente, la de que nuestra capacidad de razonar presupone la capacidad de valorar, si es que ambas facultades no son idénticas; nuestro cerebro posee, dice Guzmán, algo así como un “órgano del lenguaje” (un órgano virtual, por supuesto), cuya forma elemental de actuación consistiría en representarse las cosas (y las conexiones entre las cosas, y, antes que nada, nuestra propia representación de todo ello) como “buenas” o “malas”: pensar, incluso sin palabras, “hay un leopardo por aquí cerca, y como no me aparte de la dirección en la que el viento lleva mi olor hacia él, me voy a convertir en su desayuno”, es algo que sólo podremos hacer si nuestra inteligencia posee algunos criterios para indicarnos cuándo nuestros pensamientos son correctos; y es de esperar que nosotros mismos descenderemos justo de aquellos australopitecos que tenían alguna predisposición genética a que dichos criterios les ayudaran efectivamente a huir de los leopardos, pues los que poseían criterios diferentes dejaron pocos descendientes, para fortuna de los leopardos. Así pues, afirma Guzmán, seres, como nosotros, con la capacidad de pensar, y de articular dichos pensamientos mediante un lenguaje comunicable a otros miembros de nuestra especie, necesariamente verán el mundo, y sus propios pensamientos y acciones, bajo la luz de conceptos valorativos. Estos conceptos no tienen por qué ser idénticos en todas las culturas, de la misma manera que no todos los hombres nos expresamos en el mismo idioma, pero igual que no hay ningún pueblo sin lenguaje, tampoco puede haberlo sin alguna forma de clasificar las cosas, los animales, las personas, nuestros estados y nuestros actos, en buenos o malos, mejores o peores. Ahora bien, se nos dice a continuación, de la misma manera que no tenemos por qué inferir, de la premisa según la cual la estructura de todos nuestros pensamientos es la de “sujeto y predicado” (es decir, siempre pensamos algo sobre algo), la conclusión de que la realidad misma se halla estructurada en entidades, por una parte, y en cosas que les pasan a dichas entidades, por la otra, de la misma manera, decíamos, que esta inferencia sería una pura falacia (por cierto, la que luego conducirá al primer “estilo” para desvariar en la piscina de la filosofía), también lo sería, dice Guzmán, el concluir (partiendo de que siempre necesitamos valorar las cosas, nuestras acciones, y sobre todo las de los demás) que estas cosas y acciones mismas sean, en su propia esencia, buenas o malas.
[CONTINUARÁ]
Hola Jesús.
ResponderEliminarGracias por visitar mi blog.
Tengo en cuenta tu propuesta, sería muy buena idea :)
Un cordial saludo.