No hacía falta un Silvestre Guzmán para mostrarnos que este tipo de argumentos no son, generalmente, válidos desde el punto de vista de la lógica (aunque casos habrá, como los defendidos por el mismo Aristóteles, en los que no puedan ser descartados de un mero plumazo): un pensador tan sublime como Immanuel Kant (junto con Aristóteles, el otro “grande” de la historia de la filosofía, permítaseme decir) dedicó precisamente a demostrarlo la parte principal de su más importante obra, la Crítica de la razón pura, y las críticas de Guzmán no añaden nada nuevo a lo que ya dejó el prusiano completamente fuera de cuestión: que nuestra razón es capaz de encontrar perfectamente lógica tanto la tesis de que, en una serie de causas, debe haber siempre una primera, como la contratesis según la cual, cualquiera que sea la causa que encontremos o supongamos, siempre deberá tener su propio fundamento, de forma que no habrá nunca una causa o fundamento primeros. Y puesto que ambas tesis nos parecen “lógicas”, simplemente no hay nada que discutir: el asunto está fuera de nuestro alcance, es una paradoja que no podemos resolver, y lo mejor será que pasemos a otro asunto... ¿o quizás a otra forma de plantear la cuestión? El mismo Kant en primer lugar, y muchos otros después de él, hemos probado la potencia de un método (que el prusiano llamó “transcendental”) al que las burlas a las que Silvestre Guzmán lo somete no le quitan ni un ápice de su validez (bien que a veces, reconozcámoslo, el método ha podido usarse demasiado precipitadamente, llevando a algunos a abrazar conclusiones indefendibles). Este método es el “desvariar a espalda” guzmaniano: no lanzarse directamente a descubrir en las cosas mismas sus propios fundamentos, sino buscar en nuestra mente (en nuestro pensamiento, en nuestra voluntad, en nuestra capacidad de juzgar, percibir y actuar) las condiciones de posibilidad de que pensemos que las cosas son de cierto modo, de que percibamos las cosas de tal manera, o de que juzguemos que ciertas acciones son encomiables o criticables. O todavía mejor: buscar las condiciones que hacen que ciertos juicios se nos impongan con necesidad, pues aunque hay asuntos en los que reconocemos como legítimo el que varias personas mantengan juicios u opiniones contradictorias entre sí, hay ciertamente otros en los que nuestra capacidad de razonar nos fuerza a tomar una sola de las opciones como válida, y entonces ésta deja de presentársenos como algo opinable, para adquirir la forma de un hecho: que siete y cinco son doce, que el agua está compuesta de hidrógeno y oxígeno, o que debo respetar a mi prójimo. Puesto que es a nosotros a quienes tales cosas se les muestran como necesarias, la genialidad de Kant consistió en buscar en nosotros mismos, y no en ninguna otra parte, las razones de tal necesidad. Es lo que Kant llamó “giro copernicano”, pues él invirtió el estilo de razonamiento filosófico igual que Copérnico mostró que el movimiento cotidiano del sol de levante a poniente no es debido al mismo sol, sino que es sólo un movimiento aparente, producido por nuestra rotación diaria alrededor del eje de la tierra. Pero, claro, Guzmán no puede considerar este salto mortal del pensamiento (que ha tenido tremendas consecuencias en nuestra forma de enfrentarnos a todos los problemas, ya sean científicos, técnicos, morales o políticos, y que ha dado lugar a otras muchas escuelas filosóficas ¡y científicas! basadas en último término en este tipo de argumentaciones) como algo más que basura especulativa. Ni la fenomenología (el intento más serio después de Kant de aplicar el método transcendetal de forma sistemática a toda nuestra esfera de conocimientos y de vivencias), ni la hermenéutica (con su reconocimiento de que las estructuras desde las que vivimos y pensamos están limitadas por el horizonte de nuestra herencia cultural, que es la que da sentido a los conceptos de nuestro lenguaje), ni la filosofía analítica (tal vez obsesionada con la claridad en la definición de los conceptos, pero útil al fin y al cabo en sus intentos de clarificación), ni las diversas “éticas del discurso” (que han intentado reducir los principios morales a las estructuras genéricas de nuestra comunicación mediante el lenguaje), ninguna de estas escuelas habría aportado nada valioso al conocimiento humano, según Guzmán, y ello sólo por el pecado original de haberse empeñado en servirse de un método inservible.
[CONTINUARÁ].
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