Tras este comienzo desalentador, aunque atractivo para muchos que se dejarán llevar por el estilo liviano y pseudo-ingenioso del que hace gala Silvestre Guzmán, éste pasa a exponer, en el capítulo segundo, su teoría del yo como una “máquina virtual”, metáfora con la que sin duda pretende ganar adeptos entre los aficionados a la informática, a la telemática, y a cuantas otras máticas del averno puedan ocurrírsenos. Para quienes no tienen el informatiqués como lengua materna (entre los que me encuentro de sobra, no sólo por mi edad, sino ante todo por mi talante), aclararé que una máquina virtual es aquella en la que un ordenador se transforma mediante la operación de un programa informático. Por ejemplo, salvo que tengamos demasiada imaginación, una cocina de gas sólo funciona como una cocina de gas, un frigorífico como un frigorífico, y un televisor de los de antes, como un televisor de los de antes: la cocina cocina, el frigorífico enfría, y el televisor proyecta imágenes en movimiento, pero la cocina no enfría, ni el frigorífico proyecta imágenes, ni el televisor cocina, al menos cuando funcionan bien. En cambio, ¿qué hace un ordenador? En realidad, parece que el ordenador pudiera hacer casi de todo, especialmente si le enchufamos los accesorios adecuados. Incluso con una simple pantalla, mi ordenador de sobremesa puede funcionar como un tocadiscos, como un televisor, como un fax, como una máquina de escribir, como una calculadora, como una máquina de matar marcianitos (o en mi caso, habría que decir, de dejarse matar ignominiosamente por los bellacos marcianitos). Ahora bien, cuando, gracias a un oportuno programa, la computadora está funcionando como máquina de escribir, ¿es realmente, físicamente, una máquina de escribir? Parece claro que no; incluso la página en la que van apareciendo las palabras que escribo no es la página de una hoja verdadera, sino sólo una ilusión óptica producida por la pantalla del ordenador. Es, por tanto, sólo una máquina de escribir “virtual”, algo que tiene la virtud (etimológicamente: el poder, la fuerza) de comportarse como una máquina de escribir sin serlo realmente. Lo mismo sucede con los mandos que aparecen en la pantalla cuando mi ordenador se transforma en un tocadiscos: no son mandos “reales”, pero funcionan como si lo fueran. Si intentamos buscar en las tripas del ordenador esos mandos, o la página en la que estoy escribiendo esto, o los marcianitos que me acribillan sin piedad, no encontraré nada remotamente parecido, sólo ciertas corrientes eléctricas danzando de un lado para otro de tal manera que, al hacerlo, se producen maravillosamente aquellas ilusiones en la pantalla.
Poco puedo objetar a Silvestre Guzmán sobre la explicación que ofrece (mucho más técnica que la mía, y seguramente más precisa y correcta en sus detalles) de la noción de “máquina virtual”, pero su dominio de los conceptos informáticos no le sirve para tener razón en la cuestión que de veras importa: la de si nuestra mente es una mera máquina virtual, como afirma él, o un tipo de entidad de una naturaleza totalmente distinta. Como es bien sabido, la idea de concebir al ser humano como un cierto tipo de “máquina” no es nueva, e incluso tal hipótesis fue formulada (y rechazada) por Descartes durante sus cavilaciones más escépticas, aunque Guzmán pretende convencernos de que no sólo es una máquina nuestro organismo, sino, lo que es más importante, nuestra propia vida mental: los prisioneros de la caverna no sólo estarían condenados a percibir un mundo de pura fantasía, sino que ellos mismos, sus propios pensamientos y decisiones, serían la ilusión producida por mecanismos desconocidos para ellos y que operan desde el mundo físico, real, generando, con la danza de corrientes eléctricas que brincan entre sus neuronas, la ilusión de un yo. Por desgracia para Guzman, en nuestros días la propia concepción de los fenómenos naturales como un mero mecanismo ha sido puesta en duda en todas las disciplinas científicas, y si una célula, e incluso una simple molécula, ya no puede entenderse como una “máquina” en la que cada causa bien especificada tiene su efecto predecible, menos todavía lo será una entidad tan extraordinariamente compleja como el cerebro humano, cuyas capacidades y virtudes no son en absoluto calculables, y ni siquiera imaginables, para alguien que tuviese que averiguarlas a partir de una descripción completa del estado preciso de cada una de sus neuronas. En cambio, un ordenador está construido precisamente para que podamos llevar a cabo, en principio, esa clase de averiguaciones: si se nos dice en qué estado se encuentran exactamente sus chips en un momento determinado, y se nos describe también el programa informático que el ordenador está utilizando, entonces podremos inferir lo que está haciendo el ordenador (corregir la ortografía de un texto, lanzar ataques de furiosos alienígenas, calcular el balance de una empresa, hacer sonar las jubilosas notas de alguna sinfonía mozartiana...). Pero aunque de un cerebro conociéramos con precisión la actividad de cada una de sus neuronas, sería imposible para nosotros adivinar cuáles son los recuerdos de su dueño, en qué está pensando justo en ese momento, cuáles son sus gustos o sus intenciones, y esto no sólo se debe a que nuestro conocimiento científico del cerebro sea todavía muy limitado, o a la inmensa cantidad de conexiones neuronales que deberíamos tener en cuenta (más que estrellas en el universo, si no me equivoco), sino, principalmente, a que no tenemos en realidad ninguna razón para pensar que nuestros cerebros funcionen mediante algo parecido a un “programa” como el que convierte a mi ordenador de sobremesa en una máquina de escribir, es decir, un conjunto preciso de “órdenes” que conviertan cada estado de mi cerebro en el siguiente, según una pauta fija y predeterminada. Más verosímil es la explicación que afirma que, de la inmensa algarabía de conexiones eléctricas que suceden cada milisegundo en nuestro cerebro, emergen ciertas pautas complejas que no pueden ser en modo alguno reducidas a la mera suma o agregación de aquellas conexiones, pues no pueden siquiera ser expresadas en el lenguaje físico-químico-celular en el que obligatoriamente describiríamos lo que sucede al pasar las señales eléctricas de una neurona a sus vecinas. Tales pautas complejas constituirían, obviamente, nuestros queridos fenómenos mentales, los conscientes como los inconscientes, con sus plenas propiedades psíquicas, y en especial, con la propiedad más característicamente humana entre todas ellas: la autonomía, paradójico resultado de nuestro no ser un mero resultado de la enumeración de la actividad de una neurona y la siguiente y la siguiente y la siguiente...
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