Pero, a pesar de todo, hay muchas formas de contar la historia de la filosofía, y no son todas ellas igual de perspicaces. Una manera especialmente estúpida es la de ir hilvanando grandes frases y grandes metáforas, entrelazadas con anécdotas tan ridículas como inoportunas, con poca o con ninguna reflexión sobre las relaciones de unas ideas con otras, sin intentar buscar los motivos por los que en una época determinada se ven las cosas de cierta manera, las razones por las que unos filósofos discrepan de sus antecesores y buscan entre ellos, de todas formas, genealogías y pedigríes. Quienes cuentan de esta manera la historia de la filosofía no se ven a sí mismos, habitualmente, como parte de dicha historia, sino más bien como un reportero de la prensa amarilla a la búsqueda de carnaza para sus lectores, esto en el peor de los casos, y en el mejor, como coleccionistas de curiosidades que terminan acumuladas en un desván sin orden ni concierto. “Fíjate”, dicen, “qué tontos eran los primeros filósofos”, (cómo si los modernos fuesen a terminar mejor parados), “que el uno decía que el ser era una bola, y el otro que era un río; aunque al fin y al cabo el segundo estaba más o menos de acuerdo con el que aseguró que el agua era el principio de todas las cosas, si no fuera porque parece que el río en cuestión, éste decía que era de fuego. Y luego estaba aquel que demostró que Aquiles no podía ganar una carrera a una tortuga, porque el movimiento no es más que una ilusión. Desde luego, los filósofos griegos estaban todos locos, menos mal que su locura fue la que inauguró esta gran época en la que vivimos, en la que cada uno puede decir lo que le dé la gana y pese a todo tener razón”. Estas historias estúpidas de la filosofía están muy bien (es un decir) para comprarlas en el quiosco del aeropuerto y pasar un rato más o menos entretenido mientras viajamos en el avión, sin pensar demasiado descaradamente en el miedo que estamos pasando al volar; son precisamente historias del pensamiento destinadas a que pensemos que pensamos, pero sin que pensemos mucho, o mejor, sin que pensemos nada que merezca la pena pensar: una cita chistosa de Platón; traguito de coñac; un comentario irónico sobre el frío que pasaba Descartes frente a su estufa; nuevo traguito de coñac; una indelicadeza sobre la sífilis del pobre Nietzsche (“¿dónde lo pillaría, el muy pillín?; si hubiera vivido un siglo más tarde, habría sido seguro uno de los primeros filósofos víctimas del sida, eso iba mucho con su concepción trágica de la vida”); nuevo traguito de coñac; aguda reflexión sobre la originalidad de Wittgenstein al dedicar la segunda mitad de su vida a demostrar justo lo contrario de lo que demostró durante la primera (obviamente, el autor de esta historia de la filosofía no habrá leído, ni mucho menos comprendido, algo del Parménides de Platón; ni de Wittgenstein, para el caso); sonrisa forzada de la azafata al llenarnos de nuevo la copa y ver que nuestra medio adormecida mirada no puede evitar deslizarse por el tobogán de sus medias; y aterrizaje sin imprevistos aeroportuarios ni filosóficos al cabo de unas pocas horas.
(CONTINUARÁ)
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