Pero, en realidad, la crítica de Guzmán a los argumentos transcendentales tiene tan poco de original como de convincente: lo que viene a decirnos es que, puesto que nuestras formas de pensar dependen en último término de la estructura física de nuestro cerebro, la cual responde a su vez a las casualidades de la evolución de las especies, no existe ninguna garantía de que esas formas de pensar sean “correctas”, y ni siquiera de que sean las únicas posibles. Tal vez sea cierto que estemos programados genéticamente para creer que todo lo que ocurre tiene una explicación, o para ver el mundo en tres dimensiones, o, como dije más arriba, para usar un lenguaje en el que se distingue entre sujeto y predicado, o para creer que hay cosas que son mejores que otras y que debemos intentar siempre hacer lo mejor y evitar lo peor...; mas, continúa Guzmán, el que nosotros nos sintamos “forzados” a creer estas cosas no significa que dichas creencias sean necesariamente verdaderas. Otras especies inteligentes, que pudieran poblar nuestro planeta dentro de varios millones de años, o que puedan vivir en otras partes del universo, quizás no tengan esas mismas creencias, sino otras, contrarias, que a ellos se les impongan con tanta certidumbre como las nuestras a nosotros; es incluso posible que dicha certidumbre sea nada más que un accidente histórico, y puede que a nosotros mismos nos dejen de parecer inevitables ciertos principios que antes eran considerados como absolutamente válidos. De hecho, afirma, todas las tesis formuladas por Kant con ayuda del método transcendental han sido refutadas posteriormente: la ciencia no presupone que todos los fenómenos obedezcan leyes absolutamente regulares (como sí suponía la ciencia Newtoniana vigente en la época de Kant; el principio de indeterminación de la física cuántica echó por tierra este supuesto), ni que el espacio y el tiempo reales posean la estructura matemática que entonces se les suponía (según la teoría de la relatividad, la distinción entre coordenadas espaciales y temporales no es absoluta, y además estas coordenadas pueden no ser rectilíneas), y no todos los filósofos morales admiten que todo el mundo experimente en su fuero interno el mandato del “imperativo categórico” kantiano: trata a todos los seres racionales como un fin, y nunca sólo como un medio; algunos autores, con Nietzsche a la cabeza, hasta sostienen que este mandato es un corsé con el que la religión monoteísta ha pretendido coartar la libre manifestación de nuestra verdadera voluntad, que es, principalmente, voluntad de dominar a todo y a todos, pese a quien pese, caiga quien caiga.
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