En la Antigüedad se practicaba el "cambio de hora" de una forma bastante natural: no se suprimía ni se añadía ninguna hora en un momento preciso del calendario, pero en cambio las horas se ajustaban automáticamente a las diferencias de luz solar. ¿Cómo era eso? Muy sencillo: las horas no duraban lo mismo a lo largo del año. En Roma, por ejemplo, el día (no el de 24 horas, sino el tiempo que iba del amanecer hasta el anochecer, o sea, el "día" como contrapuesto a la "noche") se dividía siempre en 12 horas. Naturalmente, en una latitud como la de Roma, en invierno pasa mucho menos tiempo entre el amanecer y el anochecer que en verano, luego las 12 horas diurnas en invierno eran más cortas que las 12 horas diurnas en verano. Lo que hacía la gente (que, por otro lado, tenía pocas formas de saber la hora con cierta exactitud: la hora se calculaba generalmente "a ojo") era comer a mediodía y cenar al anochecer, independientemente de la época del año.
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Con el advenimiento de los relojes y las campanas de las iglesias, la gente se acostumbró a que las horas durasen lo mismo (el invento se copió de los astrónomos, que sí que dividían el día en 24 horas iguales desde al menos la época helenística), y con ello se acostumbró a regular las actividades diarias en momentos fijos del día (bueno, lo de "cenar al anochecer" también es "fijo" en un sentido, ¿no?), con lo que, en los países en los que la hora de cenar se ajustaba para que coincidiera con la puesta de sol en invierno, resultaba que en verano quedaban aún cinco o seis horas de sol después de la cena y tendrían un hambre atroz al acostarse, y si se cenaba todo el año en la hora de la puesta de sol de junio, entonces en diciembre se cenaría cuando ya se llevaran otras tantas horas de oscuridad y a la gente le habría entrado un sueño del copón. Así que prefirieron organizar las comidas diarias (y otras actividades coordinables) a una hora más o menos fija.
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El cambio de duración del día y la noche en latitudes más o menos elevadas hacía entonces que un horario fijo resultase bastante antinatural y produjera muchos desajustes. Algunos de estos desajustes inspiraron a dos casi desconocidos ingleses de fines del XIX y principios del XX a proponer lo que seguro que es el tema de conversación principal de este fin de semana (con perdón de las elecciones astur-andalusíes). Sus nombres, para que podáis hacerles un pequeño homenaje o cagaros en sus muertos (según venga el aire): Georg Vernon Hudson (el primer proponente de la idea, que se sepa) y William Willett (quien lo propuso independientemente unos diez años después, pero que tiene el mérito de haber iniciado la cadena de deliberaciones institucionales que llevó a la aplicación de la idea).
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