31 de octubre de 2007

¡¡¡QUEREMOS SABER LA VERDAD!!!

Para terminar el primer mes de singladura de nuestro navío, una reflexión epistémico-teológica cogida por los pelos con la noticia de hoy (la megasentencia):

Los teólogos contemplan las leyes de la física, el Big Bang, el universo inflacionario, la ciega evolución darwiniana, la explicación científica de todos los fenómenos naturales, pero siempre añadirán la pregunta.....



EL POSITIVISMO ES UN HUMANISMO (CONCLUSIÓN)


Finalmente, es la quinta crítica la que más ha contribuido a que la popularidad del positivismo sea tan exigua, pues lo muestra como una concepción radicalmente antihumanista. Como queda claro por el título de este trabajo, creo que debemos oponernos radicalmente a tan desatinada conclusión. El positivismo afirma que las experiencias y los razonamientos intersubjetivos son las únicas guías que poseemos para garantizar la validez epistémica de nuestras opiniones (y esto sólo en los casos en los que tales métodos consiguen funcionar de manera mínimamente satisfactoria), pero no niega en modo alguno que otros aspectos y valores de la vida humana sean tan importantes como ese tipo de validez. Más bien al contrario: la razón fundamental por la que deseamos tener creencias objetivamente verdaderas (sobre todo respecto a la predicción de los acontecimientos que puedan afectarnos en el futuro) es, obviamente, porque valoramos ciertas cosas y porque el conocimiento objetivo es un medio eficaz para conseguir muchas de ellas. Un mundo de seres fríos, robotizados, que sólo poseyeran la capacidad de observar, calcular y predecir, pero no la de amar, odiar, imaginar, desear, temer o entusiasmarse, sería un mundo en el que a nadie le interesaría hacer observaciones, predicciones o cálculos: el positivismo sólo muestra su profundo sentido dentro un universo infestado de valores "no científicos".

Es obvio que acerca de todos estos valores también podemos razonar, imaginar, discutir y negociar: casi no hacemos otra cosa a lo largo de nuestra vida. Pero el mensaje del positivismo es que, por muy importantes que sean para nosotros las actitudes y opiniones que resultan de este comercio cotidiano con los demás (¡y lo son!), y por muy enraizados que estén ciertos valores y creencias en lo más hondo de nuestro ser, nada garantiza que podamos tomar todo ello como verdades objetivas, como efectivamente pueden serlo la tabla de multiplicar, las leyes de Mendel, las ecuaciones del campo electromagnético, o la tabla periódica de los elementos.

De hecho, sólo hemos conseguido obtener conocimientos razonablemente válidos sobre ciertos temas cuando hemos renunciado a que nuestras opiniones sobre ellos dependan de su coherencia con nuestro hirviente imaginario místico-social, y hemos aceptado, en cambio, el tribunal de la razón y la experiencia como instancia suprema. Las historias en las que predomina de un modo u otro este hervidero de creencias y valores son, por supuesto, las que más siguen interesándonos, pero esto no debe llevarnos a la conclusión de que tales historias (o "relatos", o "mitos", como algunos filósofos prefieren llamarlos) sean algo más que eso.

Los viejos positivistas soñaron con que, si bien no eliminar tales historias, tal vez sí que podríamos sustituirlas o refinarlas mediante ideas propiamente científicas (como la sociología y la "religión de la humanidad", en el caso de Comte, o la psicología y la sociología "fisicalistas" del Círculo de Viena). Tras varias décadas de intentos más o menos vanos en este sentido, me parece en cambio más razonable la conclusión de que todos aquellos aspectos de la realidad de los que esas historias forman parte constitutiva (es decir, las estructuras e ideologías sociales, las creencias éticas y religiosas, la economía, las artes, etcétera) están demasiado entretejidos con ellas como para que podamos alcanzar un conocimiento tan "científico" sobre esos temas como el que poseemos en la electrónica, la química o la biología.

De todas formas, en vez de "eliminar la metafísica" y de sustituir las Geisteswissenschaften por puritanos estudios que imiten el método de las ciencias experimentales, lo que sugiere nuestro positivismo reflexivo es que sigamos disfrutando con la creación y discusión de teorías especulativas sobre estos temas sociales, éticos y culturales, a sabiendas de que, en la inmensa mayoría de los casos, dichas teorías deberemos tomarlas como puras obras de arte. Eso sí, como en el resto de las artes, es lógico esperar que en las "ciencias humanas" las obras maestras sean relativamente escasas, pero incluso las piezas más extraordinarias deberán indicar en su etiqueta que, aunque uno disfrute leyéndolas y perciba las cosas con otro colorido tras hacerlo, hay poca cosa en ellas que sugiera razonablemente que lo que dicen sea verdad, al menos cuando pretenden ir un paso más lejos que el sentido común. El auténtico valor de estas obras es, más bien, su irreductible disparidad y subjetividad, su irremediable no llegar a ninguna parte después de miles de argumentos. Esto hace de ellas la imagen misma de nuestra propia vida, de esta vida que la actitud positivista ha enriquecido de otra manera al ayudarnos a alcanzar, en no desdeñable medida, conocimientos plenamente objetivos sobre otros temas en general menos transcendentes.

SEMINARIO "COMUNICACIÓN Y CIENCIA"

Universidad de Navarra, 5-9 de noviembre de 2008.

30 de octubre de 2007

ZAPATERO, EL AVE DE BARCELONA, Y EL ELECTORALISMO


Una crítica al Gobierno muy frecuente estos días es la de que la visita de Zapatero a las obras del Ave en Barcelona ha sido "electoralista". Hay entre nosotros un prejuicio completamente irracional con eso del electoralismo. En realidad, los buenos políticos deben ser "electoralistas", es decir, deben utilizar todos los argumentos que puedan (dentro de la ley) para ganar las elecciones. No es sólo que deban hacerlo "porque si no hacen, perderán las elecciones" (en este caso, el "deben" significa que "es lo que les conviene"). Lo importante es que es bueno para los ciudadanos que los políticos se comporten así, como comprobará cualquiera que lo piense un momento.

Veamos: los políticos prometen que van a hacer cosas, como los fabricantes de coches "prometen" que sus automóviles tienen tales y cuales características (por muy subjetivas que éstas sean, a la vista de los anuncios); estas promesas pueden ser cumplidas o no (tanto las de los políticos, como las de los fabricantes de coches); en las elecciones, los ciudadanos votarán teniendo en cuenta qué promesas les gustan más, y cuánta credibilidad les merecen las de cada partido (según cómo de frecuentemente las hayan cumplido éstos en el pasado).

Para un fabricante de coches no sería rentable hacer una publicidad maravillosa y que luego sus vehículos se estropearan a las primeras de cambio, porque la gente no es tonta, y dejaría de comprarlos. En realidad, toda publicidad tiende a exagerar, pero la gente da por descontada la exageración, y a la larga se hace una idea bastante precisa de la "calidad real" de los productos. Lo mismo sucede con los políticos

EL POSITIVISMO ES UN HUMANISMO (5)

El positivismo es un humanismo (1)
El positivismo es un humanismo (2)
El positivismo es un humanismo (3)
El positivismo es un humanismo (4)


La segunda crítica tiene una respuesta parecida: la formalización de las teorías no es una conditio sine qua non para garantizar la objetividad de la ciencia, sino un ideal que conviene perseguir cuando existe alguna controversia teórica. La misma lógica contemporánea muestra que existen límites para la potencia demostrativa de cualquier sistema axiomático con el que pueda formalizarse al menos la aritmética elemental (este es el conocido teorema de Gödel), pero esos límites dejan también un amplísimo margen para la producción de argumentos objetivamente válidos. Por otro lado, el que los conceptos y las hipótesis tengan significados flexibles sólo demuestra que pueden ser modelados con cierta libertad (no son tanto de piedra como de arcilla), de manera que los científicos tienen siempre la opción de darles una forma más precisa en vez de una más difusa: cuanto más claramente esté delimitado lo que pretendemos afirmar con un concepto o una teoría, tanto más fácil será su crítica intersubjetiva. La axiomatización lógica de las teorías es, de nuevo, el límite de ese proceso de clarificación y discusión objetiva (y el continuo desarrollo de nuevas técnicas lógico-matemáticas, incluida la informática, permite cada vez más posibilidades en este sentido), pero para llegar a un acuerdo intersubjetivo, a menudo será suficiente con una formalización menos exigente, y a veces incluso sin ninguna formalización, sino empleando tan solo principios claramente definidos en el lenguaje cotidiano; y también como en el caso anterior, a veces ni siquiera una formalización estricta permitirá determinar una sola respuesta correcta.

Con respecto a la tercera crítica (la falta de atención del positivismo a los aspectos sociales de la investigación científica), hemos de recordar que, tal como hemos visto, la cuestión fundamental para el positivismo sería precisamente la de cómo debe organizarse socialmente la investigación para garantizar que sus resultados tuvieran la máxima credibilidad posible. Los viejos positivistas parecían defender, ingenuamente, que para ello bastaba con ordenar la práctica científica según unas reglas metodológicas bien fundadas, y que la propia honestidad de los científicos garantizaría que estas reglas iban a ser cumplidas. La cosa, empero, no está tan clara, pero esto sólo significa que es necesario estudiar con rigor las estructuras sociales de la ciencia; si dicho estudio llega a la conclusión de que estas estructuras son bastante eficaces en la producción de conocimientos objetivos, la tercera crítica carecerá de fundamento, y si no es así, el desafío para el positivismo será más bien el de utilizar las mejores herramientas científicas disponibles (por ejemplo, la disciplina económica conocida como "diseño de mecanismos"), junto con una buena dosis de sentido común, para proponer una reforma de aquellas instituciones científicas cuyo funcionamiento sea cognitivamente ineficaz. En este sentido, la respuesta es similar a la de las dos críticas anteriores: los propios resultados de la ciencia (entonces en ciencias cognitivas, lógica y matemáticas; ahora en sociología y economía) pueden servir para encontrar las bases más sólidas a nuestro alcance desde las que llevar a cabo una discusión objetiva de las teorías, aunque esa base no pueda ser nunca totalmente sólida. No otra cosa era, al fin y al cabo, lo que mantenían algunos neopositivistas, sobre todo Otto Neurath.

La cuarta crítica es seguramente la más popular, especialmente fuera del ámbito de la filosofía académica. En definitiva, la crítica consiste en la postura del perplejo ciudadano que no acierta a ver con claridad en qué se beneficia él de tan cuantiosas inversiones en investigación científica y tecnológica, y que sospecha razonablemente que, aunque el conocimiento otorgue poder, es más probable que él se halle entre las víctimas de ese poder que entre los beneficiarios. La respuesta a esta crítica debe partir del hecho indudable de que el conocimiento proporciona poder, pero esto puede hacerlo por dos razones diferentes: en primer lugar, quien conoce realmente mejor la manera como las cosas van a ocurrir, puede aprovechar ese conocimiento para dominarlas y dominar con ello a otras personas; en segundo lugar, quien consigue convencer a los demás de que posee mejores conocimientos, aunque no los posea de hecho, puede obtener también un cierto control sobre los convencidos (aunque no sobre las cosas que afirma conocer). Muchas formas de poder existentes a lo largo de la historia han sido de este segundo tipo: por ejemplo, la gente obedecía a la Iglesia porque aceptaban que ella tenía las llaves de la condenación y de la salvación. Pero la ciencia otorga poder fundamentalmente por la primera razón: algunos laboratorios farmacéuticos ganan fortunas porque muchas de sus medicinas curan efectivamente, y algunas empresas de comunicaciones consiguen un cierto control sobre la opinión pública porque los satélites artificiales transmiten sus programas efectivamente. En realidad, si la acumulación de poder técnico en algunas manos no les ha conferido automáticamente un poder político ilimitado, es porque otras manos, con intereses diferentes, también han conseguido incrementar su poder técnico, y no está siempre claro quién ha logrado más.

Así pues, aquellos que se plantean la importantísima cuestión de por qué la ciencia beneficia más a unos que otros, no deberían negar la legitimidad de esta otra pregunta: la de por qué la ciencia proporciona un poder tecnológico tan impresionante. La respuesta del positivismo la hemos visto ya: la ciencia lo consigue extendiendo la práctica del método experimental y del razonamiento lógico más allá de los ámbitos tradicionales de estos métodos. A la primera cuestión puede intentar dársele también una respuesta "científica", de nuevo a través de la investigación social y económica, pero lo más interesante será sin duda la respuesta "política": cómo hacer para que la ciencia beneficie lo máximo posible al mayor número posible de personas.

Pienso que sólo algunos místicos creerán sinceramente que la situación de los pobres del mundo mejoraría si la investigación científica y sus métodos fueran abandonados del todo. En cambio, si los ciudadanos de los países ricos nos empeñásemos en que nuestros gobiernos y nuestras empresas cambiaran el rumbo de sus respectivas políticas (por ejemplo, exigiéndoles que nos cobren unos altos impuestos para financiar investigaciones sanitarias útiles para los países pobres, o negándonos a comprar los productos de las empresas que explotan a los ciudadanos de esos países), podríamos obtener resultados políticos mucho mejores precisamente gracias a la ciencia.

Por otro lado, el hecho de que muchas decisiones políticamente relevantes se dejen de mano de "expertos científicos" puede conducir a problemas que cualquier positivista sensato admitirá. Por ejemplo, quienes emplean a esos "expertos" para persuadir al gobierno o a la opinión pública (sean las empresas tabaqueras, o las organizaciones ecologistas), necesitan que los científicos sean habitualmente creíbles, pues si no, ¿para qué contratarlos, si nadie les va a creer? De nuevo llegamos al problema de cómo organizar la investigación para que sus resultados tengan la máxima credibilidad posible. Por otra parte, lo que se critica a estos "expertos" es, en general, que enfocan de manera sesgada los problemas y que proponen soluciones tendenciosas. La respuesta obvia de un positivista es que, en tales casos, los científicos no habrán seguido un método cognitivamente eficaz, pues deberían haber tenido en cuenta los datos y las ideas que pueden proporcionar las otras partes en conflicto. Al fin y al cabo, ¿no se está presuponiendo que es preferible ser objetivo e imparcial, cuando se critica a los "expertos" por no serlo en grado suficientemente y cuando se asegura que los problemas deberían resolverse intentando manejar, entre otras cosas, los mejores conocimientos posibles?

Un cauto positivista añadiría, además, que en muchas ocasiones los mal llamados "expertos" lo son en cuestiones de las que, en realidad, no se posee casi ningún conocimiento verdaderamente objetivo, sino simples opiniones y visiones interesadas, adornadas con una retórica más o menos cientificista; esto ocurre para la mayoría de los llamados "problemas sociales", como -pongamos- el urbanismo, la educación, la política fiscal y otros tipos de delincuencia, pero también para muchísimas aplicaciones prácticas de la tecnología y de las ciencias naturales. En estos casos, el positivismo no debería utilizarse para dar cobertura retórica a los argumentos de unos y otros, sino más bien para denunciar el carácter casi exclusivamente ideológico de tales debates, y para mostrar con claridad lo poquísimo que realmente sabemos precisamente sobre muchos de los temas que más nos interesan.

28 de octubre de 2007

EL POSITIVISMO ES UN HUMANISMO (4)


En el caso de la ciencia parece que funciona bastante bien el sistema de competencia feroz entre investigadores, cada uno de ellos intentando demostrar mediante argumentos lógicos y observaciones empíricas que las hipótesis de los colegas fallan, pero también reconociendo públicamente el mérito de las hipótesis que logran superar dichas críticas. Ciertamente, la principal diferencia entre este sistema de control, por un lado, y el mercado o la democracia, por el otro, es que en el de la ciencia no aparecen por ningún lado los ciudadanos o consumidores, como sí lo hacen en los segundos, o al menos esa es la impresión; dicho de otra manera, las teorías científicas, el hombre de la calle ni las compra ni las vota.


¿Quiere esto decir que el contenido de la ciencia está fuera del control democrático? De ninguna manera, porque los ciudadanos tendrán una poderosa arma de control en la medida en que controlen el flujo de recursos que llegan a la investigación científica, y este control se establece fundamentalmente por tres vías. En primer lugar, las industrias fomentarán el desarrollo de conocimientos susceptibles de ser aplicados a la producción de bienes que los consumidores deseen comprar: el conocimiento de los fenómenos electromagnéticos ha sido impulsado en buena medida por el furibundo deseo que muchas personas tienen de ver la televisión, o de escuchar música por la radio, o de contarse cotilleos a través del teléfono móvil. En segundo lugar, en los regímenes democráticos los gobiernos deben justificar ante los ciudadanos por qué financian unas determinadas líneas de investigación en vez de otras. Y en tercer lugar, el recurso económico principal que necesita la ciencia es precisamente su "fuerza de trabajo": los científicos, que estarán seleccionados habitualmente entre aquellas personas que tienen un deseo mayor en influir en el desarrollo de la ciencia.

Por supuesto, también es verdad que tanto en el caso de la ciencia como en el del mercado, y no digamos en el de la política, habrá posiblemente formas de mejorar el funcionamiento de sus sistemas de control, sobre todo en la medida en que haya más ciudadanos cada vez más conscientes del tremendo control que pueden ejercer sobre estos sistemas mediante la combinación de sus decisiones; pero hay que estar muy cegado por algunas ideologías para negar que una parte notable de la población ha visto incrementado su bienestar, sobre todo en el último siglo, gracias al desarrollo de la ciencia, la tecnología, la economía de mercado y la política democrática, aunque esta mejoría, lamentablemente, no se haya extendido, o lo haya hecho muy poco, a otra parte de la población todavía mayor, y a pesar de que la eficacia de la ciencia y la tecnología, e incluso de la democracia, se hayan manifestado muchas veces bajo formas terriblemente crueles.

Lo más interesante del positivismo es, por lo tanto, su reconocimiento de que la validez de las hipótesis científicas se fundamenta (cuando tal validez existe) en la demostración empírica de que la realidad es como efectivamente debería ser si aquellas hipótesis fueran correctas, y asimismo se basa en su reconocimiento de que tanto aquella "demostración empírica", como la prueba de la conexión lógica que existe entre cada conjunto de hipótesis y sus predicciones, sólo pueden llevarse a cabo mediante los procedimientos que estaban al alcance de nuestro sentido común desde la época de las cavernas: el razonamiento lógico y la repetición cuidadosa de las experiencias; pero estos procedimientos son aplicados por la ciencia con la mayor intensidad posible, con la mayor discusión intersubjetiva posible, y liberados de aquellas cortapisas culturales e institucionales que en otras épocas los limitaban.


3. POSITIVISMO REFLEXIVO.

En esta última sección expondré, bien que con poco detalle, las principales razones por las cuales el positivismo supera las críticas indicadas en la primera parte, aunque, más que negando la validez de dichas críticas, lo haré mostrando que los elementos razonables que ellas contienen son en realidad consecuencias de los propios planteamientos positivistas, lo cual hace del nuestro un "positivismo reflexivo" o "sensato". Esto nos obliga a asumir que, ya que la ciencia es el método más eficaz de búsqueda de conocimientos, deben tenerse en cuenta los propios resultados de la ciencia para entender cómo y en qué medida ella misma funciona (tal es la posición que se conoce como "naturalismo científico"), y también a aceptar que, aunque la ciencia sea más eficaz -desde el punto de vista cognitivo- que cualquier otro método, no se sigue de ahí que vaya a ser muy eficaz en todos los terrenos (lo cual distingue nuestra postura del "cientificismo").

Pues bien, con respecto a la primera crítica indicada (la no neutralidad de los datos empíricos), las investigaciones sobre nuestras capacidades cognitivas parecen dejar claro que, en general, la percepción funciona de manera eficacísima dentro de sus límites naturales, de manera que hay al menos ciertos tipos de datos sobre los que cualesquiera seres humanos con capacidades sensoriales normales estarán de acuerdo necesariamente. Los desacuerdos sobre la interpretación de los datos no se refieren, pues, a que distintos científicos perciban las cosas de manera distinta, sino a que utilizan hipótesis diferentes mediante las que interpretar esos datos. Lo que el positivismo demanda es, simplemente, que estas hipótesis sean ellas mismas sometidas a contrastación empírica. Esta demanda no se consigue satisfacer siempre, pero la existencia de innumerables procedimientos experimentales estandarizados da fe de que sí consigue cumplirse muchas veces. La tesis "reflexiva" del positivismo respecto a esta cuestión será, por tanto, que cuando varias teorías entran en conflicto, es recomendable buscar un territorio empírico neutral; la base empírica dada por nuestras capacidades sensoriales es sólo el límite al que se puede llegar en esa búsqueda, aunque en muchas controversias científicas será posible encontrar un terreno neutral mucho antes de alcanzar dicho límite, y, en cambio, en otras muchas no se conseguirá determinar suficientemente qué interpretación de los datos empíricos es la más correcta.


26 de octubre de 2007

EL ESPEJISMO DEL DRAGON



¿Os acordáis de la reflexión sobre que todo lo que percibimos está en nuestro cerebro? Este maravilloso dragón móvil lo muestra de manera asombrosa. Podéis imprimiros la hoja de la derecha para fabricarlo vosotros mismos y que alucinen vuestros nenes. La semana que viene sacaremos la moraleja epistemológica.
Feliz fin de semana.

25 de octubre de 2007

EL POSITIVISMO ES UN HUMANISMO (3)



2. "ESTA TEORÍA PUEDE SER PELIGROSA PARA SU SALUD".
Antes de responder a las críticas señaladas, es conveniente insistir en la pregunta con la que terminábamos la sección anterior, pues los ataques a las soluciones propuestas por los positivistas deberían en todo caso llevar consigo, o bien alguna respuesta diferente que no cayera en los mismos defectos, o bien un argumento que demostrase la imposibilidad de obtener una respuesta razonable. La cuestión es, naturalmente, la de qué
afirmaciones pueden ser tomadas como "conocimiento", o, dicho de otro modo, cuál debe ser la fuente de la autoridad cognitiva. Este es un problema epistemológico, por supuesto, pero por encima de todo es un problema social, o, si se quiere, político, pues de lo que se trata es, en definitiva, de por qué tú, o yo, o cualquier ciudadano, debemos creernos ciertas cosas en vez de otras, o, al menos, por qué debemos aceptar que la sociedad esté organizada sobre unas determinadas creencias en vez de sobre otras. El objetivo del positivismo consistiría, por decirlo así, en encontrar un cierto tipo de procedimientos que permitieran otorgar un "certificado de calidad" a las hipótesis u opiniones; algo así como un aviso de que "las autoridades cognitivas le advierten que la aceptación de esta teoría debe hacerse bajo su estricta responsabilidad" (colóquese el aviso bien grande a la entrada de los templos, y al principio de ciertos programas de radio y televisión, etc.) o bien, "las autoridades cognitivas certifican que esta teoría ha pasado las pruebas pertinentes, y puede ser consumida sin peligro". Vuelvo a insistir en que éste no es únicamente un problema de metodología de la ciencia (la disciplina que se ocuparía de establecer cuáles pueden ser esas "pruebas pertinentes"), sino sobre todo una cuestión política, pues la pregunta fundamental es la de cómo decidir quiénes han de ser las dichosas "autoridades cognitivas".

Desde una perspectiva que tome como valor supremo el de la libertad -valor éste que presupone la posesión de los medios imprescindibles para ejercerla, todo lo cual no puedo justificarlo aquí con mucho detalle, aunque me temo que mi perspectiva será tachada de eurocéntrica y prepostmoderna-, desde una perspectiva liberal, decía, hay que tomar como hipótesis de partida la de que nadie puede ser obligado a aceptar aquello que no quiera creer. Curiosamente, este mismo principio es la base moral sobre la que se asientan en nuestros días las posiciones irracionalistas: "puesto que uno tiene derecho a pensar lo que quiera", escuchamos a menudo, "nadie puede obligarme a abandonar mi creencia de que el relato del Génesis es literalmente verdadero, o de que las personas de ciertas razas son moral e intelectualmente inferiores a las de la mía, o de que los hechizos amorosos son efectivos, o de que la humanidad es visitada por extraterrestres, o de que la libertad en el mercado mundial de capitales favorece a los pobres, o de que el ser humano es bueno por naturaleza". Hay que reconocer que este hecho -el de que, para justificar que alguien insista en mantener creencias tan manifiestamente absurdas, se acuda al derecho a creer lo que uno quiera- es claro síntoma del progreso habido en la sociedad occidental, pues, hasta no hace mucho, lo que faltaba era el derecho a oponerse a ciertas creencias. En realidad, la ciencia y la tecnología modernas proceden de una inacabada revolución cultural que ha permitido, por primera vez en la historia, que el ser humano tuviese la libertad, no siempre ejercida, de pensar lo que le pareciera, sin tener que aceptar obligatoriamente las mitologías impuestas por su sociedad. Ahora bien, ¿cómo es posible que dos cosas tan contrapuestas, como el crecimiento explosivo de nuestros conocimientos sobre la realidad, por un lado, y el mantenimiento imperturbable de supinas estupideces, por el otro, sean ambos fruto de una misma causa?

Para aclarar esta cuestión es necesario distinguir entre el derecho a pensar lo que uno quiera, que todos tenemos, y el supuesto derecho a que lo que uno piensa sea verdad, que no es, naturalmente, un derecho, sino un residuo de la tendencia humana a imponerse sobre los demás, pues está claro que muchos de los que se adjudican este "derecho" lo hacen sobre todo con el fin de imponer sus creencias a otros, y muy especialmente a los más jóvenes. Cuando una persona con razonable sentido común se encuentra con el desconcertante derecho a tener las opiniones que le parezca, lo primero que se tendrá que preguntar es, en cambio: "¿cuáles son las opiniones que más me interesará tener?". En la mayoría de los casos prácticos, tenemos muy clara la respuesta a esta última pregunta: nos interesa tener creencias verdaderas, y esto significa en la práctica que habremos de intentar, en la medida de lo posible, que sean las cosas mismas las que nos dicten la opinión que debemos tener sobre ellas, aunque para hacerlo tengamos que someterlas a tortuosos e imaginativos interrogatorios. Por ejemplo, si soy un cocinero razonable, me interesará creer que dejar la comida puesta al fuego durante diez horas muy probablemente la calcinará; si soy un nadador razonable, me interesará creer que permanecer más de treinta minutos seguidos bajo el agua puede ser muy grave para mi salud; si soy un terrorista razonable (perdón por el oxímoron), me interesará creer que un tiro en la cabeza causa con más probabilidad la muerte que un tiro en la mano.

Desde un punto de vista evolutivo, la principal ventaja que pudieron obtener nuestros antepasados al desarrollar la capacidad de tener creencias sería la de poder forjarse representaciones del futuro que coincidieran razonablemente bien con lo que habría de sucederles llegado el caso. La ciencia moderna no es otra cosa que el intento de extender esta maravillosa capacidad natural (la de ajustar a la verdad nuestras creencias sobre asuntos cotidianos) hacia otros ámbitos en los que las autoridades cognitivas de otras épocas no la habían permitido desarrollarse, bien fuera por miedo al resquebrajamiento de su propia autoridad, o bien por el pánico también innato que los seres humanos tenemos a lo desconocido, a ir más allá de las seguridades que nos ha transmitido la tradición (este pánico es tan grande que los mitos, antiguos y modernos, insisten una y otra vez en que los descubrimientos importantes han sido hechos por héroes, o comunicados directamente por los dioses, más bien que por gente normal).
Así, cuando los seres humanos nos dimos la libertad de pensar como quisiéramos (cosa que comenzó a suceder muy lentamente, en un espacio geográfico y social muy restringido, y que todavía encuentra fuertes resistencias y dificultades), una buena parte de quienes disfrutaron de esa libertad la pusieron en marcha, no para reafirmarse dogmáticamente en sus creencias (lo que también hicieron otros muchos), sino para ver adónde llegábamos dejando que nuestras creencias fueran dictadas en último término por la experiencia y por el razonamiento lógico, guías que habían sido tan provechosas durante milenios en campos tan importantes como la crianza de los hijos, la agricultura, la contabilidad, la caza, o la guerra. Digamos también que de esta liberación del sentido común no sólo surgió la ciencia moderna, sino también otros muchos de los elementos característicos de nuestra sociedad, como la tecnología, el gran arte, la empresa capitalista, o las instituciones políticas contemporáneas.

La pregunta de por qué creer en los descubrimientos científicos ha de ser respondida, por tanto, en el mismo paquete que las cuestiones sobre por qué podemos confiar (si es que podemos) en los productos en que gastamos nuestro dinero, o en el funcionamiento de las instituciones, y la respuesta es, básicamente, que esta confianza dependerá de si las personas que han producido aquellas cosas o gestionado esas instituciones lo han hecho bajo un sistema de incentivos que asegure que ellas mismas se beneficiarán el máximo posible (en cualquier sentido en que ellas entiendan ese beneficio) si lo hacen de manera eficaz. Con respecto a la mayor parte de los productos tecnológicos y los demás bienes que podemos adquirir, el sistema de incentivos que mejor cumple esta función es, como se sabe, el mercado de libre competencia: cada empresa se esforzará en ofrecer el mejor producto posible, y a un precio razonablemente bajo, para evitar que los consumidores adquieran los productos de empresas rivales. Con respecto a las instituciones, el mejor sistema conocido es el democrático, en el que los gestores que no aciertan a satisfacer las demandas de los ciudadanos son expulsados en las siguientes elecciones, y en el que ciertos derechos básicos de los ciudadanos resultan intocables para cualesquiera gestores. ¿Y con respecto a la ciencia? En este caso parece que funciona bastante bien el sistema de competencia feroz entre investigadores, cada uno de ellos intentando demostrar mediante argumentos lógicos y observaciones empíricas que las hipótesis de los colegas fallan, pero también reconociendo públicamente el mérito de las hipótesis que logran superar dichas críticas. Ciertamente, la principal diferencia entre este sistema de control, por un lado, y el mercado o la democracia, por el otro, es que en el de la ciencia no aparecen por ningún lado los ciudadanos o consumidores, como sí lo hacen en los segundos, o al menos esa es la impresión; dicho de otra manera, las teorías científicas, el hombre de la calle ni las compra ni las vota.

(Continuará)

El positivismo es un humanismo (4)
El positivismo es un humanismo (5)

24 de octubre de 2007

TODA CIENCIA TRASCENDIENDO (2)

EL CUITADO EVALUADOR


Había un evaluador evaluando
treinta y dos mil quinientos diez proyectos,
y los consideraba tan abyectos
que a todos se los iba cepillando.

Con gran agobio, dijo a gritos:
"¿Cuándo
voy a encontrar algunos más correctos?
¡Maldigo a estos científicos infectos!"
Y al suelo íbalos todos arrojando.

Criterios, objetivos, protocolos,
resúmenes, informes, subvenciones,
daban vueltas en torno a su cabeza.

"¡Si quieren, que investiguen ellos solos,
que ya me tienen hasta los cojones,
y me bajo a tomar una cerveza!".




Toda ciencia trascendiendo:
.
El legado del indio.
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Al coffee break.
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Quanticum quanticorum.
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¡Maldito roedor!
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23 de octubre de 2007

EL PRIMO DE RAJOY (O TIEMPO AL TIEMPO)


Además de confundir el tiempo con el clima (mi hija lo estudió precisamente ayer en 5º de primaria; ¡cuidado como vaya Mariano al concurso de Ramontxu!), y de manifestar bastante ignorancia por la naturaleza de las predicciones científicas, el argumento ad matruelum de Rajoy sobre el cambio climático tiene al menos la virtud de poner en duda el "pensamiento único ecologista". No cabe ninguna duda de que estamos experimentando un cambio climático muy brusco en las tres últimas décadas, y caben pocas (aunque aún algunas) sobre si el detonante principal de este cambio está siendo exclusivamente la actividad humana. Pero hay un salto demasiado grande desde estos dos hechos a la conclusión de que nuestro futuro climático a corto y medio plazo va a ser apocalíptico. Teniendo en cuenta que las predicciones catastrofistas son como una droga para la opinión pública, y un chollo para los medios de comunicación, y sabiendo como sabemos que el fin del mundo ha sido anunciado muchas veces (con razones "científicas" en la mano) sin que haya llegado a ocurrir, no está mal escuchar alguna voz escéptica de vez en cuando.
Otra voz es la que se puede oir en la entrevista en El País de ayer al premio Nobel de economía Robert Mundell (que, como el primo de zumosol, digo de Rajoy, tampoco es experto en climatología, pero sí en predicciones); la entrevista sólo trata el tema del cambio climático al final, pero viene a decir que, bueno, "que nos quiten lo bailao".

EL POSITIVISMO ES UN HUMANISMO (2)


(en el capítulo de ayer)


El positivismo, sea viejo o nuevo, es la unión de dos tesis, una epistemológica y otra político-moral. La primera sostiene que las únicos métodos válidos de obtención de conocimiento, es decir, los únicos que nos garantizan en alguna medida razonable la verdad de los conocimientos obtenidos con ellos, son la demostración formal y la contrastación empírica, o dicho de otro modo: el análisis riguroso e intersubjetivo de nuestros conceptos y de nuestras experiencias. Cualquier otro tipo de argumentos con los cuales se nos intente persuadir de alguna teoría u opinión, no poseerá en realidad nada que apunte hacia la verdad objetiva de sus conclusiones, y por lo tanto no existirá razón alguna que nos fuerce a aceptarlas si lo que deseamos es descubrir la verdad sobre aquel asunto. Sólo son conocimientos científicos, entonces, los producidos a través de algún método que garantice razonablemente su valide
z intersubjetiva.
La segunda tesis afirma que se debe promover la obtención de conocimientos científicos sobre todos aquellos ámbitos que sean de interés para los ciudadanos, y en particular, que deben ser denunciadas como totalmente carentes de validez objetiva cualesquiera otras ideas u opiniones pretendidamente fácticas (y por supuesto, dichas creencias tendríamos que intentar sustituirlas por conocimientos verdaderamente científicos, siempre que esto sea razonable). Esta segunda tesis afirma, pues, la conveniencia de fomentar el "espíritu científico" en nuestra sociedad.

A estas dos tesis, el llamado "positivismo lógico" o "neopositivismo" -desarrollado en el período entre las dos guerras mundiales por los miembros de Círculo de Viena y otros filósofos afines- añadió algunas más sobre la manera correcta de analizar las teorías y los conceptos científicos, sus relaciones mutuas, y su conexión con la evidencia empírica: básicamente la doctrina de que carecen de sentido todos aquellos enunciados cuya verdad o falsedad no pueda ser establecida de manera formal o empírica, y la doctrina de que las teorías deberían ser formuladas como sistemas axiomáticos, de tal manera que las teorías con un ámbito de aplicación más restringido (por ejemplo, la teoría celular) pudieran ser deducidas lógicamente de teorías más profundas (por ejemplo, la mecánica cuántica), y también de tal forma que fuera posible deducir, a partir de aquellos axiomas, enunciados que se pudieran cotejar automáticamente con experiencias intersubjetivas. La primera condición garantizaría el progreso acumulativo de la ciencia, en el sentido de que las teorías antiguas que estuviesen bien confirmadas se manifestarían sencillamente como un "caso especial" de las teorías nuevas; la segunda condición garantizaría que la aceptación de cualquier teoría se llevará a cabo única y exclusivamente en función de si sus predicciones empíricas son confirmadas por una experiencia neutral. La primera doctrina, por su parte, serviría para purificar el ámbito de la ciencia de todas aquellas tesis ("metafísicas") que pueden esconder la influencia de factores ideológicos.

Como decía en la introducción, el neopositivismo ha sido criticado con denuedo desde casi todos los frentes posibles con argumentos procedentes de la propia epistemología, de la historia y la sociología de la ciencia, de la psicología, y por supuesto de las corrientes de pensamiento antimodernas. A continuación indico las cinco críticas que me parecen más importantes; las dos primeras son de naturaleza epistemológica, las dos siguientes han sido formuladas sobre todo en el ámbito de los estudios sociales sobre la ciencia, y la última procede de la filosofía en su sentido más tradicional.

1º. No existe una "base empírica neutral" mediante la que contrastar las hipótesis científicas, pues los defensores de una teoría determinada tienden a interpretar la experiencia de manera diferente a sus rivales. Más bien sucede (o esto se argumenta) que cuando unos científicos adoptan una teoría, reinterpretan sistemáticamente los "datos empíricos" de tal forma que sean coherentes con su nuevo punto de vista. En definitiva: la experiencia nunca es un árbitro imparcial con el que juzgar la validez de una teoría.

2º. Se dice también que las teorías científicas no pueden ser reducidas a un lenguaje formal, en el que el significado de cada término esté completamente determinado. Los límites semánticos de los conceptos son siempre más o menos difusos, y van renegociándose a medida que los científicos discuten entre sí o reciben influencias culturales o políticas. Esto implica asimismo que las afirmaciones de una teoría no puedan reducirse, sin ninguna pérdida de significado, a los conceptos de otras teorías. Así pues, el progreso científico no puede ser acumulativo, pues resulta imposible decidir si una teoría es objetivamente mejor que sus predecesoras.

3º. La investigación científica no es una plácida torre de marfil, sino que es más bien un campo de batalla en el que cada actor persigue frenéticamente sus propios intereses: prestigio, poder, privilegios, o beneficios económicos. Las alianzas y los conflictos son tan corrientes en la ciencia como en la política o en los negocios, y, según algunos críti
cos, en esta lucha maquiavélica la verdad y la objetividad se tornan recompensas de segunda o de tercera clase fácilmente relegadas ante pasiones más intensas, o bien meros artificios retóricos que se usan sólo para salvar las apariencias.

4º. En particular, la ciencia contemporánea no sería una fuerza liberadora de la humanidad, sino sino que es más bien un aliado del complejo industrial-capitalista-militar. La creciente privatización del conocimiento, es decir, su transformación en secreto industrial o militar, impide su difusión hacia los grupos sociales y los países menos favorecidos. Por su parte, la exaltación del cientificismo sería tan sólo un instrumento ideológico que persiguiría enajenar a la sociedad su derecho a tomar decisiones, otorgándoselo en exclusiva a quienes los poderosos hayan señalado como "expertos".

5º. El neopositivismo ofrece una visión muy parcial de la experiencia y las capacidades humanas, pues relega casi todos los ámbitos importantes de la vida (la religión, el arte, la moral...) a la esfera de lo subjetivo, donde por principio se consideran imposibles las argumentaciones racionales. Además de sobreponer los valores de la verdad empírica y del éxito práctico a otros valores, posiblemente más fundamentales, el neopositivismo ignora las concepciones de la racionalidad que no sean la puramente instrumental o la puramente cognitiva, e ignora asimismo la tremenda importancia que lo "irracional" tiene en nuestras vidas.


Con estas (y otras) críticas se pretende llevarnos a la conclusión de que el neopositivismo es el exponente más destacado de los vicios de la Modernidad, y su aparente abandono en el terreno de la filosofía de la ciencia es visto como un síntoma del fracaso del sueño ilustrado. Esta última conclusión en particular es muy precipitada, porque el neopositivismo no es la única forma de salvar la racionalidad de la ciencia y de seguir embarcados, así, en el proyecto de la Ilustración. Pero mi objetivo no es simplemente defender la Modernidad frente a los ataques de los antimodernos; más bien
pretendo mostrar que el positivismo sigue siendo, a pesar de las críticas, la opción más razonable que tenemos para comprender la naturaleza del conocimiento, pues, tras varias décadas de discusiones, no contamos aún con ninguna perspectiva que explique mejor que el positivismo cuánto y por qué podemos confiar en los resultados de la investigación científica, en comparación con la confianza que merecen las creencias alcanzadas a través de otros procedimientos.


22 de octubre de 2007

EL POSITIVISMO ES UN HUMANISMO (1)

Llevamos tres semanas a bordo del Otto Neurath, nuestro navío positivista, y, entre sortear arrecifes y capear temporales no hemos tenido tiempo de ponernos a discutir tranquilamente qué es eso del positivismo y por qué nos parece tan importante defender la postura positivista ante la ciencia y la sociedad. La mejor manera de hacerlo que se me ocurre es rescatar de mis polvorientas bitácoras un texto que publiqué hace unos años en la revista Claves, y que luego fue incluido como capítulo tercero del libro Ciencia pública - ciencia privada. Se titula "El positivismo es un humanismo", y en él expongo las principales características de esa corriente filosófica (en especial el llamado "neopositivismo" o "positivismo lógico", a la que se asocia convencionalmente a Otto Neurath), las críticas a que ha sido sometido, y de qué modo pueden responderse estas críticas, construyendo con su ayuda un "positivismo reflexivo" o "sensato".
Como es un texto un poco largo, lo iré colgando por entregas, como los folletones.



EL POSITIVISMO ES UN HUMANISMO.
Jesús Zamora Bonilla


El siglo XX ha sido, por encima de muchas otras cosas, el siglo de la ciencia. Para bien o para mal, nuestra tecnificada sociedad se distingue de todas las otras casi en mayor medida que lo que cualesquiera de las demás se hayan diferenciado nunca entre sí, y, sin olvidar las importantes transformaciones acontecidas en materia política, ello se debe sobre todo a las capacidades científicas e industriales que hemos acumulado en la historia reciente. Es totalmente absurdo, por tanto, intentar comprender la sociedad contemporánea pretendiendo ignorar simultáneamente los mecanismos capilares mediante los que la investigación y el conocimiento científicos se interconectan con el resto de ámbitos económicos, políticos y culturales, y esto exige alcanzar una comprensión razonable de los procedimientos y
resultados de la investigación científica. Por fortuna, no andamos escasos de estudios acerca de estos temas, pero hay que reconocer también que mucho de lo que se escribe en los últimos años sobre la ciencia parece ser más bien el resultado de una profunda incomprensión de sus aspectos más fundamentales. Las fuentes de dicha incomprensión son muchas, y en ocasiones se multiplican alimentándose unas a otras, aunque frecuentemente se trata sólo de interpretaciones descabelladas, exageradas, o meramente precipitadas, de algunos hechos que se dan efectivamente en el terreno de la ciencia y de sus relaciones con la sociedad: hechos tales como la frecuente falta de consenso entre los científicos, la magnitud de los problemas importantes para los que la ciencia no encuentra solución, la creciente simbiosis entre la investigación científica y el capital privado, la persistencia de astronómicas desigualdades económicas junto con muy sofisticados desarrollos tecnológicos, o la enorme distancia que media entre el contenido abstracto de muchos descubrimientos y la visiones hogareñas y llenas de sentido en cuyo marco transcurre la vida de casi todos nosotros. Estos hechos son indiscutibles, y una adecuada comprensión de la ciencia debe siempre tenerlos en cuenta en su justa medida e intentar explicarlos, pero de ninguna manera para justificar un rechazo absoluto de la validez del conocimiento científico, pues es precisamente dicha validez la que ha permitido que la investigación científica y tecnológica haya contribuido a transformar tan intensamente nuestra sociedad. No por mil veces repetido es menos cierto el argumento de que, si la aerodinámica y la electrónica poseyeran más o menos la misma objetividad que las prácticas mágicas o la meditación transcendental, los intelectuales que se dedican a criticar la "racionalidad tecnocientífica-instrumental-capitalista" no acudirían a dar sus bien pagadas conferencias viajando en avión, sino tal vez volando en una escoba, y no discutirían con sus editores a través del teléfono móvil o del correo electrónico, sino mediante la telepatía o el tam-tam.
Tras cuatro décadas de creciente desarrollo de las actitudes antiobjetivistas hacia la ciencia (estimuladas en parte por la difusión de la maravillosa obrita de Thomas Kuhn La estructura de las revoluciones científicas, cuyo
cuadragésimo aniversario se cumple ahora, y que es en gran medida inocente de las interpretaciones más radicales que ha servido para justificar a posteriori), parece llegada la hora de plantearnos la cuestión de si la imagen más tradicional de la ciencia a la que dicha obra se oponía no habrá sido criticada de forma demasiado injusta, y si no ganaríamos algo intentando recuperar algunos aspectos, tremendamente sensatos, de las concepciones sobre el conocimiento científico que proponían los defensores del llamado "neopositivismo" (expresión esta última que, por cierto, ha terminado convirtiéndose casi en un insulto entre los filósofos). En este capítulo voy a indicar algunas de las ideas de esta corriente que han sido s severamente criticadas durante las últimas décadas, intentando justificar por qué los aspectos fundamentales del positivismo no sólo no se ven afectados por estas críticas, sino que ellas apuntan más bien hacia tesis que cualquier positivista sensato incluiría dentro de sus propias posiciones, y argumentaré también que este positivismo reflexivo (o, en la acertada expresión que me sugirió Javier Muguerza, este "positivismo sensato") no tendría que tomarse como una concepción epistemológica para consumo interno de los filósofos, sino más bien como una parte fundamental de la visión que los seres humanos podemos tener de nosotros mismos a estas alturas de la historia.

Javier Muguerza
(¿un camarada positivista malgré-lui?)

1. EL POSITIVISMO EN EL PUNTO DE MIRA.

El positivismo, sea viejo o nuevo, es la unión de dos tesis, una epistemológica y otra político-moral. La primera sostiene que las únicos métodos válidos de obtención de conocimiento, es decir, los únicos que nos garantizan en alguna medida razonable la verdad de los conocimientos obtenidos con ellos, son la demostración formal y la contrastación empírica, o dicho de otro modo: el análisis riguroso e intersubjetivo de nuestros conceptos y de nuestras experiencias. Cualquier otro tipo de argumentos con los cuales se nos intente persuadir de alguna teoría u opinión, no poseerá en realidad nada que apunte hacia la verdad objetiva de sus conclusiones, y por lo tanto no existirá razón alguna que nos fuerce a aceptarlas si lo que deseamos es descubrir la verdad sobre aquel asunto. Sólo son conocimientos científicos, entonces, los producidos a través de algún método que garantice razonablemente su validez intersubjetiva.

(Continuará)

JORNADA SOBRE "MISTERIOS, A LA LUZ DE LA CIENCIA" (BILBAO, 6 DE NOVIEMBRE)

Si andáis por Bilbao el próximo 6 de noviembre, no os perdáis la jornada sobre "Misterios a la luz de la ciencia".

19 de octubre de 2007

LOS NEANDERTALES PODÍAN HABLAR (PERO NO TENÍAN NADA QUE DECIR)


La noticia científica del día es el descubrimiento de que los neandertales del Sidrón tenían "el gen del habla". Es un descubrimiento importante, sin duda, aunque, con lo precario y escaso de las muestras genéticas, las dudas sobre su validez, y sobre todo sobre sus implicaciones, son más que razonables. Anima, eso sí, el que la participación española esté en los más altos niveles internacionales (pace Pío Moa, uno de nuestros más insignes "oscuros", que ahora también ha llevado su nacionalismo al terreno de la ciencia).

Lo que más me preocupa de la noticia, de todas formas, es la forma en la que se ha publicado, sobre todo los titulares. Se da a los lectores la impresión de que se ha descubierto mucho más de lo que realmente ha podido establecerse. Se sacan conclusiones excesivas. Aun asumiendo, con todas las reservas, que sea verdad que el gen en cuestión es bastante antiguo (procedería al menos del antepasado común de neandertales y hombres modernos), de ahí no se sigue que los neandertales hablaran como nosotros, o cantaran como Pavarotti (como sugiere una de las noticias). Tal vez hagan falta muchas más cosas para que el gen dichoso cumpla su función, y esas cosas sean más recientes y exclusivas de nuestra propia línea evolutiva. Si no fuese así, ¿cómo se explicaría que los neandertales poseyeran un lenguaje tan versátil y sofisticado como el nuestro, pero que no hayan dejado muestra de un profundo pensamiento simbólico, como hicieron los okupas de Altamira unos milenios después? Tal vez los neandertales tuvieran la facultad del lenguaje, pero aún no habían encontrado nada de lo que hablar (ni un mal julianmuñoz que echarse a la boca, o sacar de ella, mejor dicho).

Los medios deberían aprovechar la noticia para presentarla como un ejemplo de controversia, dando las razones a favor y en contra, y "el estado del marcador" (vamos, el "minuto y resultado" científico). Una de mis obsesiones filosóficas es la de describir la ciencia como un juego o deporte, en el que cada científico está atento a su marcador (o sea, al registro de cuántas cosas de las que él ha propuesto son admitidas por sus colegas), y al de los demás; las reglas del juego deben fomentar el juego limpio y que se recompense a los mejores... pero bueno, eso ahora es un rollo y lo comentaré otro día. La cuestión es que estaría bien que la noticia mostrase mejor este aspecto "competitivo" de la ciencia. Seguro que enganchaba a más gente.


CREACIONISMO EN EL CONSEJO DE EUROPA (2)

Por fín he encontrado los resultados de la votación la enseñanza del creacionismo en el Consejo de Europa (pinchar en "resolution"; v. texto de la resolución). El link lo he encontrado en Evolucionarios, que muy justamente advierte de que los votos negativos no deben tomarse necesariamente como favorables al creacionismo, sino que puede haber otras razones para oponerse a la resolución (p.ej. que invada competencias nacionales, o

LAS SIETE DIFERENCIAS

Todos los hombres desean por naturaleza saber. Así lo indica el amor a los sentidos, pues, al margen de su utilidad, son amados a causa de sí mismos, y el que más de todos, el de la vista. Y la causa es que, de los sentidos, éste es el que nos hace conocer más, y nos muestra muchas diferencias.
Aristóteles, Metafísica, Libro I.

17 de octubre de 2007

"LOS NEGROS NO TIENEN DERECHOS, Y ADEMÁS SON MÁS TONTOS QUE LOS BLANCOS" (¿ESO HA DICHO JIM WATSON?)

No llevamos un mes navegando, y ya parece que se nos avecina la primera galerna. Esta vez la borrasca no la ha producido una pequeña mariposa agitando sus alas en las antípodas, sino más bien un enorme elefante enloquecido chapoteando en una charca: el tan genial como polémico James Watson. Jim ya la lió a finales de los 70 cuando escribió La doble hélice, novelita inmejorable donde se ve la ciencia por dentro, como algo demasiado humano. Ahora, sin que sepamos muy bien por qué, ha vuelto a montar el pollo con unas declaraciones a The Sunday Times, en las que afirma que los africanos son genéticamente menos inteligentes que los blancos (no especifica blancos de dónde). Esto parecería probarlo la experiencia cotidiana de mucha gente (?), y lo podría justificar (?) el hecho de que las poblaciones no africanas hayamos evolucionado separadas de las africanas los últimos 40.000 años.

El revuelo que han causado estas declaraciones era previsible: han tocado uno de los puntos más protegidos por la corrección política. Pero un blog positivista como el nuestro no puede dejar de comentarlo, a ver si conseguimos achicar un poco del agua que nos entra por la bodega.

En primer lugar, lo que dice Watson probablemente sea una falsedad. El hecho de ser un genetista de los más importantes no implica que Jim sepa más que la gente normal sobre este asunto de las razas (o las poblaciones) y la inteligencia. Segundo, sea verdadero o falso, ello no tendría ninguna implicación respecto a los derechos o a la dignidad moral de negros y blancos: aunque la inteligencia estuviera repartida por igual en todas las poblaciones, los habríamos más tontos y más listos, y no por eso los más cortitos íbamos a tener menos derecho a la vida, a la vivienda (?), a la libertad de expresión, etc., que los más talentosos. Eso sí, los menos espabilados tenderíamos a aprovechar peor esos derechos que los listillos, porque básicamente en eso consiste el ser más tonto. Por otro lado, la inteligencia es sólo uno de los factores que hacen que a uno le vaya mejor o peor en la vida: algunos tontos heredan fortunas y les va muy bien.

¿Son racistas las afirmaciones de Watson? Sin duda muchos pueden interpretarlas así, sobre todo porque pueden servir de excusa para tratar de modo denigratorio a ciertas personas. Pero, como éste es un blog de filosofía, más que de otra cosa, quiero formular unas preguntas sobre las que tendríamos que pensar antes de responder al tema del racismo.

Primero, si el cociente intelectual -CI- de una persona es una medida objetiva (es decir, si se puede medir el de una persona con varios procedimientos y el resultado siempre es muy parecido, en lo cual los psicólogos parecen estar de acuerdo), entonces serán cuestiones puramente fácticas las siguientes:

a) ¿cómo está distribuido el CI en cada población? ¿tienen algunas poblaciones un CI medio más alto que otras? ¿tienen algunas poblaciones un porcentaje especialmente alto de CIs muy elevados?


b) ¿es hereditario el CI? ¿cómo influyen los factores genéticos en su distribución? (nadie discute que el color de los ojos se hereda genéticamente por completo, y que el idioma, en cambio, no se hereda genéticamente en absoluto; ¿entre qué extremos está el CI?)


Cada una de estas preguntas tendrá una respuesta que esté en la propia realidad, es decir, que no dependerá de nuestros (buenos o malos) deseos. Por supuesto, podemos decidir que es pernicioso investigarlo, igual que podemos prohibir investigar el número de pelos del pubis de una persona que no se deje, pero el hecho de que decidamos no investigarlo (por sus posibles consecuencias políticas), no equivale a asumir que aquellas preguntas no tienen una respuesta definida, ni que averiguar la respuesta empíricamente tenga por qué ser difícil.

Un ejemplo de los errores en que se puede caer si no se tiene en cuenta esto, son muchos de los comentarios que pueden leerse en internet a las declaraciones de Watson. Tomo uno al azar: "las afirmaciones del Sr. Jaimito Watson y las suyas sólo tienen sentido si de las diferencias que afirman existen entre las distintas razas se deriva alguna consecuencia en lo atinente a la igualdad. Si esas diferencias no tienen ningún tipo de consecuencia, entonces son irrelevantes y cualquier estudio "científico" al respecto es poco menos que absurdo" (en el diario Público). Si hacemos caso a este modo de pensar, ¿también sería "irrelevante" o "absurdo" estudiar las diferencias
que pueda haber entre distintas poblaciones respecto a cómo reaccionan ante ciertas medicinas? Si se descubren diferencias, está claro que de ahí "se deriva alguna consecuencia en lo atinente a la igualdad", pero la falacia está en suponer que una desigualdad en características físicas o psíquicas tiene que implicar una desigualdad en derechos.

Por supuesto, lo que es muy dudoso es que las diferencias en inteligencia tengan alguna repercusión relevante en la estructura política que sea mejor en cada país. Puesto que en no todos tenemos el mismo CI, ¿debería haber en un mismo país unas leyes para los que están por encima de la media, y otras para los que están por debajo? Los derechos fundamentales, en particular, no están inventados para listos ni para tontos, sino para todos. África, desde luego, tiene muchos problemas, pero no creo que "una política pensada (¿por quién?) para más tontos" fuera la solución, ni es probable que la causa de los problemas sea la (supuesta) menor inteligencia genética media de la población. Y aun si lo fuera, hay que tener en cuenta que una persona con un CI más bajo que otra puede alcanzar resultados intelectuales superiores a la segunda gracias a una mejor educación: tal vez la moraleja de las declaraciones de Watson sería justamente que Africa necesita por encima de todo ayuda educativa (y el fomento de condiciones para mantenerla). Con una mejor educación que la nuestra (y al paso que vamos, eso no será difícil), África podría empezar a producir doctores e ingenieros de altísima calidad.

Pero, en fin, lo que no me resisto a añadir es otra tesis positivista sobre el particular: puede ser más o menos dudoso que los europeos sean más inteligentes genéticamente que los africanos, pero hay un argumento demoledor que muestra que ambos tienen exactamente los mismos derechos, a saber, ninguno. Nada puede estar más claro: europeos y africanos tenemos ojos, hígado, estómago, cerebro, piel (unos más oscura
y otros más clara), pelo (unos más rizado y otros menos), pero lo que ninguno de nosotros tenemos son derechos, sencillamente porque los derechos no existen, son un puro invento, como Papá Noel o las siete cabritillas parlanchinas. Nosotros (los occidentales post-ilustrados) nos hemos inventado un juego que consiste en imaginarnos que todos los seres humanos tenemos ciertos derechos, y resulta que jugar a ese juego es más chupi que jugar al juego del feudalismo o del esclavismo (donde se habían imaginado derechos distintos y no iguales para todos). Así que los derechos, aunque son un invento, son claramente un buen invento. Imaginarse un juego en el que los ciudadanos de ciertos países tienen más derechos que los de otros, es algo que se ha hecho muchas veces en la historia, con resultados lamentables, así que es mejor no volver a jugar a eso. Pero jugar a que ciertas cosas no pueden ser investigadas también se inventó en otras épocas, y no me gustaría que se repitiera.

Pero las nubes más negras se van aproximando a nuestro barco. Habrá que sujetarse.

16 de octubre de 2007

PREMIO NOBEL DE ECONOMÍA: ¡VIVAN LOS MECANISMOS!


Dicen que la economía es la única ciencia en la que pueden dar dos premios Nobel por haber inventado teorías totalmente contradictorias entre sí. Seguro que es una exageración (y en otras ciencias también puede pasar, pero no hay tanto dinero en juego). En todo caso, esto le da vidilla al premio, porque te permite ser un poco más partidista.

En el de este año, me siento como si lo hubeira ganado mi equipo de fútbol. Hurwicz, Maskin
y Myerson no sólo representan ideas con las que simpatizo, sino que el premio se les concede por inventar la concepción de la ciencia económica (e incluso de las ciencias sociales) que me parece más acertada. ¿De qué está hecha la sociedad? Hay mucha polémica al respecto. Unos piensan que de "entes sociales" (grupos, comunidades, etc.), que en algún sentido ontológico van más allá de los individuos. Otros pensamos que lo que existen son individuos y relaciones entre ellos. De entre estas relaciones, las más interesantes son lo que, desde Hurwicz, llamamos "mecanismos", conjuntos de reglas o prácticas que encauzan nuestras decisiones, básicamente dejándonos sólo unas cuantas opciones a la vista y ayudándonos a descartar las demás. Muchos mecanismos vienen dados (por la historia, las costumbres, la biología...), pero muchos otros pueden ser diseñados, puestos a prueba, sujetos a experimentación. El mercado, por ejemplo, no es una estructura homogénea, sino que conviven en él muchas maneras distintas de realizar los negocios e intercambios (no se compran igual camisas en un híper que en un mercadillo, ni que acciones en la bolsa). Cada una de ellas es un "mecanismo". Los premiados este año abrieron la posibilidad de estudiar los mecanismos con las herramientas de la teoría de juegos, con el fin de corregir los mercados, hacerles funcionar bien donde no podían, o sustituirlos con otras instituciones donde fuera necesario. Una buena introducción divulgativa a esta teoría la ofrece la fundación Nobel.

Desde luego, esto no se limita sólo al estudio del mercado, ni al de la economía. Se trata de comprender la sociedad como un conjunto de "juegos" (interconectados entre sí, aunque a menudo pueden estudiarse por separado). Personalmente, me he dedicado a intentar comprender la propia ciencia como un conjunto de mecanismos: un conjunto de sistemas de reglas que dicen a cada investigador qué puede o debe hacer en cada circunstancia, y cómo debe "recompensar" o "castigar" a sus colegas según lo que hayan hecho éstos. La ciencia es, pues, un juego, o mejor, un batiburrillo de juegos interrelacionados (como el deporte). Los científicos compiten (y cooperan) por alcanzar los "premios", y como resultado, las reglas de sus disciplinas, si están bien diseñadas, les llevan a hacer descubrimientos válidos e importantes. Muchos aspectos importantes de la ciencia y de su relación con la sociedad pueden entenderse gracias a la teoría de los mecanismos. Hablaremos mucho de este tema en el Otto Neurath.

PASTA GANSA P'AL GORE (política narboniense)

Veinte euros por copia es lo que vamos a pagar entre todos a la Paramount y a Al Gore por comprar 30.000 copias del famoso documental del último Nóbel de la Paz.
Lo ha decidido la ministra de medio ambiente, Sra. Narbona, que por lo visto no tenía nada mejor que hacer con la parte que le tocaba del superávit. Son nada menos que cien millones de pesetas (aproximadamente), ¡y los tíos de la Paramount no nos han hecho ni un miserable descuentillo! Que si te compras en la tienda muchas pelis a la vez, te las dejan a mitad de precio, digo yo. Y además, seguro que en casi todos los institutos alguien tiene la peli bajada de internet (o incluso comprada legalmente).
Para más inri, la decisión de repartir los
vídeos, o no, será de las comunidades autónomas, y como Gore se lleva muy mal con Bush, y los enemigos de mis amigos son mis enemigos, parece probable que gente como Esperanza Aguirre decida que el DVD lo va a repartir Rita, o que, en todo caso, lo pondrán cuando no haya elecciones a la vista. Así que será dinero doblemente tirado.
La Narbona me recuerda al chiste de la mujer de un alcalde de pueblo, que era muy basta, y que una vez tuvo que acompañar a su marido a un acto de postín. "Pascasia", le decía él, "que te conozco; tú, disimula". En mitad del acto, la alcaldesa (antes se las llamaba así) empieza rascarse el sobaco con grande ostentación, y el marido "disimula, disimula". "Ya disimulo", responde ella, "si lo que de verdad me pica es el coño". Pues la Narbona tampoco se ha dado cuenta de que estas cosas hay que hacerlas disimulando: que no se note que aprovechas el tirón del premio Nobel (aunque no se haya hecho, porque seguramente la negociación venía de antes), que no se note que Gore es más bien rojillo (es un decir), que no se note que aprovechamos el período preelectoral, que no se note que no tenemos ni idea de lo que hacer con la educación, etc., etc. Pero, en fin, se conoce que la ministra tenía muchos picores.
Y es que hay días en que uno casi se arrepiente de ser de izquierdas...