6 de mayo de 2008

LA FILOSOFÍA CONTADA A LOS IMBÉCILES (1)

Me voy mañana a un seminario en Holanda, y no estaré para blogs hasta el domingo, al menos. Así que voy a probar el nuevo programador de blogger, dejando las primeras entregas de un trabajito que me ha mandado hace poco (por error, pues era para otra asignatura) mi alumno Onésimo Bonome. A mí me ha gustado mucho, aunque no comparta casi ninguna de sus afirmaciones. Espero que mi colega de Historia de la Filosofía le apruebe.

La filosofía contada a los imbéciles

Me preguntas: ¿por qué nunca os ponéis de acuerdo los filósofos? Habría que preguntar primero si alguien alguna vez se puso de acuerdo con alguien sobre alguna cosa. Los novios al casarse pronuncian nerviosos “sí, quiero” (y “en la salud y en la enfermedad” y “en lo bueno y en lo malo” y “hasta que la muerte nos separe” y todo eso). La gente maldibuja su firma al pie de un contrato y promete que se dejará cortar la cabeza llegada la ocasión si comete la imprudencia de olvidar pagar un recibo. Los políticos y los empresarios se dan la mano (los primeros con los primeros, o los segundos con los segundos, o en cualquier otra combinación imaginable, y hasta inimaginable) y luego se intercambian las plumas con las que han rubricado el texto de un acuerdo ásperamente discutido. Los amigos de una tertulia de café de provincias (da igual de dónde sea: ¿qué café de hace un siglo no era ni más ni menos que un café de provincias?) se fotografían para la posteridad en un retrato en sepia, que muchas décadas después adornará el despacho del presidente del club de balompié que ellos fundaron, mientras observan, inocentes e incrédulos, prisioneros detrás de un cristal mate, los turbios negocios inmobiliarios que se acuerdan ante sus deslucidos bombines y sus bigotes puntiagudos. Pero no ha terminado el cura de bendecir el matrimonio, no ha separado el vendedor las copias del contrato que acabamos de firmar, no ha empezado el político a deslizar su mano de los dedos del otro político, o de los dedos del empresario, no ha echado aún a rodar el balón de alargadas tiras de cuero sobre un campo de tierra en el primer entrenamiento, no han comenzado las piquetas a derribar las viejas casas sobre cuyos cimientos se construirán los rascacielos, cuando los novios ya esposos, el ciudadano ya cliente, el político ya empresario, el empresario ya político, el constructor presidente de un club de fútbol, o los amigos de la tertulia que van a convertir en una institución su afición deportiva, ya sienten, ¿o recuerdan?, la primera sospecha de no haber tomado en realidad la decisión más oportuna, de haberse dejado llevar demasiado pronto por las insistencias y las adulaciones (acaso las amenazas), de haber cerrado la puerta, en ese mismísimo segundo que acaba de pasar, a otros miles de vidas posibles, tal vez más venturosas, o tal vez no, quién sabe nunca nada sobre aquello que pudo ser pero no fue. Y entonces empiezan a descubrir que se están deslizando por un tobogán interminable, por una pendiente en la que cada esfuerzo por aferrarse a un “sí, esto es lo que yo quiero, es lo que yo quería, lo que siempre querré” sólo nos da un impulso más fuerte para seguir cayendo, y cayendo, y cayendo, sin dejarnos parar ni un breve instante para mirar a nuestro alrededor y comprobar si los demás, en los que confiábamos, siguen a nuestro lado como nos prometieron, como firmaron, como aseguraron en el juramento que nosotros mismos les repetíamos. Y al cabo ya no sabemos (y si sabemos que lo sabíamos nos tapamos la cara, la boca y los oídos para no confesárnoslo) si lo que prometimos era tal cosa o era tal otra, si lo que está ahí escrito debe entenderse al pie de la letra o no, si los compromisos que nos hemos hecho a nosotros mismos después, día tras día, no nos levantan la obligación de cumplir aquello que acordamos entonces. Estar de acuerdo; ponerse de acuerdo. Pero cómo es posible mantenerse firme en alguna promesa cuando es el tiempo mismo el que nos vuelca y nos arroja al suelo cada vez que intentamos ponernos en pie, estar de pie. No hay nada estable, todo cambia, nada permanece: ¿cómo vamos a estar de acuerdo, si siempre son inútiles nuestros esfuerzos por estar? ¿Cómo podemos acordar alguna cosa con otros, si nuestros propios corazones dirigen su cordialidad hacia puntos distintos en cada uno de sus latidos? Si es cierto que todos nuestros deseos son vanos, el más vano de todos será el de conseguir ponernos alguna vez de acuerdo en algo. ¿No estás de acuerdo tú también en que es así como las cosas son?

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(CONTINUARÁ)
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